Opinión de este cronista sobre lo que debería ser la fase final de la pandemia en España: mientras haya peligro de contagios y, por tanto, de muertes, no se debería bajar la guardia. Ni andarse con vaticinios peligrosos sobre el uso obligatorio de las mascarillas en espacios exteriores, ni permitir actividades diurnas o nocturnas de ocio como si aquí no hubiera ocurrido nada. Esto parece tan elemental, pero ¿qué ocurre? Que la gente se cansó -nos cansamos-, de tantas restricciones y pide -pedimos- que nos aflojen un poco la cuerda; que hay sectores económicos, como el de la hostelería y el ocio, que no resisten más después de casi año y medio de cierres o restricciones; y que los gobiernos autónomos, que son los más próximos al ciudadano, captan mejor que nadie ese clima de opinión y esas necesidades y no se atreven a apretar más, sobre todo después de la experiencia Ayuso en Madrid.
Sumados todos estos factores, se produce la paradoja de que la situación sanitaria evoluciona bien gracias a la vacunación, pero la gobernación de la crisis a veces parece imposible. Ayer mismo vivimos esa contradicción, con unas medidas nuevas habladas en el Consejo Interterritorial y varios gobiernos autónomos que se niegan a aplicarlas, en algún caso con un tono que suena a desafío. Cuando se escribía esta crónica, casi resultaba más interesante ver cómo termina el conflicto político que el cómputo diario de daños de la epidemia. Ahí tenemos una guerra de altura en el País Vasco, con su tradicional alusión a la invasión de competencias. Y ahí tenemos a la pasional Díaz Ayuso entonando otra vez el «no pasarán». Enfrente, un Gobierno central que le reprocha hostilidad y desobediencia a Pedro Sánchez, como si no obedecer a Pedro Sánchez fuese un delito de lesa patria.
Encima, el Tribunal Supremo sentencia que las regiones no pueden decretar toques generales de queda solo apoyadas en la legislación sanitaria, como Alberto Núñez Feijoo anunció hace más de un año. Todo esto demuestra que la regulación casi federal del control de la pandemia es muy deficiente. Se entregó la gestión a las autonomías, pero bajo control de los tribunales, que es correcto cuando hay legislación clara, pero en caso contrario produce resoluciones contradictorias según la región. También fue correcta, coherente y elogiable la cogobernanza, pero se limita con el Consejo Interterritorial de Salud, tan paradójico que prevé el consenso para adoptar medidas, pero después, si no hay consenso, el Gobierno dice que esas medidas no acordadas son de obligado cumplimiento.
Y de esta forma, el lenguaje político recuperó algunas expresiones que creíamos propias de la tensión independentista: imposición, atropello, invasión de competencias, desobediencia, rebelión. Solo falta que Díaz Ayuso convoque una manifestación bajo el lema «Moncloa nos roba». Como diríamos en Pol, muito non debe faltar.
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