Nos faltaba este conflicto, para ensombrecernos más el ánimo. Nos faltaba que los científicos dijesen que sí a los dos cosas, a la segunda dosis de Astra y a la de Pfizer, aunque fuese con un estudio hecho rápido en la Carlos III. Nos faltaba que le pasasen estudios «con sí a todo» a los políticos para abonar su guerra sucia. Para que ellos pudiesen hacer lo que les venga en gana, según la capacidad de suministro de una vacuna u otra. Pero no hay nada mejor que dar un paso atrás para medir mejor el paisaje.
El paisaje es ahora mismo inaudito. Ha sucedido lo que nos temíamos. Toda la vida tus padres te enseñan que la autoridad la tiene la bata blanca, él es el que receta ante un dolor, para salir del hoyo de una enfermedad (la pandemia no es un hoyo más, es la fosa abisal de las Marianas abrumada de cadáveres), y ahora resulta que no. Hay batas blancas que, desde la EMA, dicen que segunda dosis de Astra sin problema. Y hay batas blancas que, desde la Carlos III, con un estudio propulsado y más reducido, dicen que segundas partes con Pfizer son buenas. ¿Cuál es la adecuada? Lo saben, o no, según quién se lo pregunta. La UE, el Gobierno de España o las autonomías. Son un millón y medio por debajo de los sesenta años los que están metidos en este laberinto médico.
De tal manera que hemos alcanzado a Kafka, al absurdo. La gestión de la pandemia es un ovillo sin hilo del que tirar. Cada vez nos embrollan más. Con el caso Astra, estamos en un cierzo político. Parece que nos proponen que usted, no sé, cartero, o periodista, o ingeniera, o cajero en un súper, o policía, elija el menú y diga: «Ponme la segunda de Astra, venga». O, bien, después de su meditada decisión científica: «Ponme, la segunda ronda de Pfizer». Como si estuviésemos en un bar, en una despedida de solteras, en un cumpleaños de amigas desde pequeñas. Con este enfrentamiento, Darías contra las autonomías, han elevado a la enésima potencia el poder del temido doctor Google. Esa manera que tenemos (todos) de teclear en el móvil el dolor que nos aprieta una mala tarde y que nos tienta a aplicar los remedios surrealistas que nos pueden aparecer en la pantalla. Y encima, después de elegir a ciegas (hay estudios que avalan las dos cosas y sus contrarias), quieren que firmemos un papel para hacernos responsable del pinchazo. Han terminado con el respeto casi reverencial, ganado a pulso durante años en los centros de salud, del médico de cabecera. Te torcías un tobillo y él te decía «ponte esta pomada, dos veces al día, y toma este antiinflamatorio, tres veces cada ocho horas», y, hasta cuando no entendías su letra en la receta, le hacías caso. Ahora, no. Ahora mirarás en Internet y saldrás respondón. Les está pasando a los médicos. «Mire, hay un estudio que me comentaron que dice que este otro antiinflamatorio es mejor». «Yo prefiero las pastillas azules». «A mí me explicaron que es mucho mejor empezar ya con el antibiótico, que no hacerlo, es perder el tiempo». Así estamos. Ellos a palos y usted condenado a elegir bien: ¿Astra o Pfizer? Vaya a saber. Pero vacúnese.
Solo tengo seguro que hay que vacunarse, que ya está bien de sufrir sin defenderse.
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