La primera mujer que ocupa la tribuna del Ateneo de Madrid

OPINIÓN

Rosario de Acuña
Rosario de Acuña Real Academia de la Historia

30 may 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

No fue la primera vez que sorprendió a la sociedad madrileña. Ya lo había hecho en 1876, con ocasión del estreno de Rienzi el tribuno, su primera obra dramática: concluido el segundo acto, la autora tuvo que subir al escenario para saciar la curiosidad de los presentes. Al ver aparecer en escena a la joven artífice del drama, el asombro fue tan grande que la sala ensordeció con los inacabables aplausos de los presentes. Con tan solo 25 años de edad había logrado el entusiasta aplauso del público, la unánime aprobación de la crítica y los parabienes de renombrados escritores del momento. Se dijo que la autora tenía mucha soltura con el verso, que había escrito la obra en unas pocas semanas, que poseía grandes dotes como dramaturga… La sorpresa de entonces tuvo más que ver con su juventud que con el hecho de ser mujer; al fin y al cabo, no era la primera en obtener el aplauso y reconocimiento como dramaturga: ahí estaba el ejemplo de Gertrudis Gutiérrez de Avellaneda, de quien más de uno se acordó por entonces. La que ocho años más tarde tendrá lugar en la sociedad ateneísta madrileña estará sometida a otro tipo de consideraciones.     

El de 1884 es, sin duda, un año destacado en la historia del Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid. El 31 de enero tiene lugar el solemne acto de inauguración de su nueva sede, un edificio en propiedad construido en la calle del Prado. La tribuna la ocupa ese día Antonio Cánovas del Castillo, a la sazón presidente del Consejo de Ministros y presidente también del Ateneo. Unas semanas más tarde, el sábado 19 de abril de 1884, Rosario de Acuña y Villanueva se convierte en la primera mujer en ocupar esa misma, flamante, tribuna. La primera mujer en los casi 40 años transcurridos desde que Ángel de Saavedra (Duque de Rivas), Salustiano Olózaga, Mesonero Romanos, Alcalá Galiano, Juan Miguel de los Ríos, Francisco Fabra y Francisco López Olavarrieta aprovecharan los nuevos aires de libertad que se respiraban en España tras la muerte de Fernando VII para fundar la sociedad.

El mero anuncio de que una mujer iba a ocupar la tribuna de la docta casa constituyó toda una sorpresa para la gran mayoría de los socios. No es de extrañar, pues nada hacía pensar que tal cosa pudiera suceder. Ningún anuncio o insinuación al respecto. Si, buscando algún atisbo que lo hubiera dado a entender, leyéramos los discursos pronunciados con motivo de la inauguración del curso 1884 no encontraríamos pista alguna que pudiera llevarnos a la sospecha de que la Junta directiva de la institución tuviera en mente tal posibilidad. Antes al contrario, si nos fijamos en el pronunciado por Antonio Cánovas del Castillo en el acto inaugural, no encontramos otra mención a las mujeres que las que utiliza para referirse a su «ordinaria liviandad», en relación a las del teatro de Tirso, o a las «mujeres fáciles», aludiendo al de Quevedo.

El caso es que la velada poética organizada por la Sección de Literatura y Bellas Artes resulta toda una novedad y, como era previsible, la prensa capitalina se hace eco de la misma, por más que el tratamiento que otorgan a la noticia sea un tanto dispar: periódicos hay que ponen el foco en los méritos de la protagonista («eminente poetisa»); otros, en cambio, en su condición de mujer («El Ateneo ofrecerá esta noche un espectáculo, nuevo en aquella ilustrada corporación. Por primera vez ocupará su cátedra una dama…»). Como era de esperar y a juzgar por los comentarios que se publicarán en los días posteriores,  la intervención de Rosario de Acuña en el Ateneo suscitó opiniones encontradas.

Mientras Josefa Pujol, corresponsal en Madrid de la revista La Ilustración de la Mujer que se edita en Barcelona, saludaba alborozada la llegada de la mujer a tan ilustre tribuna: «Nunca con mayor gusto que hoy corre la pluma sobre el papel para consignar un nuevo e importantísimo triunfo femenino. Rosario (de9 Acuña, la ilustre autora de Rienzi el tribuno, sobreponiéndose a rancias preocupaciones, arrostrando las prevenciones de unos cuantos y confiando en la imparcialidad y justo criterio de muchos, ha ocupado la cátedra del primer ateneo español. Y debemos confesar que la denodada dama e inspirada poetisa ha dejado bien sentado el pabellón femenino en nuestra primera corporación literaria.»

Otros, por el contrario, ven en aquella irrupción de la mujer en la tribuna del Ateneo un síntoma de la desnaturalización de la entidad. Basta leer, como ejemplo, lo publicado en las páginas de El Globo: «Si ha de suceder que durante la presidencia del señor Cánovas del Castillo sea el Ateneo un lugar de amenidad y reunión placentera, a estilo de tertulia particular o soirée fashionable, no sería malo convertir el elegante salón de sesiones en sala de baile, y departir allí amigablemente, al compás de un aristocrático rigodón, sobre las excelencias del arte moderno y la mayor o menor importancia de la ciencia novísima. Es opinión particular de algunos socios antiguos que el Ateneo se va desnaturalizando de día en día. Pase que como excepción se admita de vez en cuando la lectura de alguna mujer notable por sus trabajos en literatura».

Según parece, el peso específico de esos «socios antiguos» fue determinante para que debiera de pasar algún tiempo hasta que otra mujer, la escritora Emilia Pardo Bazán, ocupara de nuevo la tribuna de tan «docta institución». Una parte de la sociedad ateneísta no parecía dispuesta a consentir que aquellas veladas se repitieran. La decisión no se hizo esperar y debió de tomarse el mismo día en el que Rosario de Acuña recitara en el Ateneo sus poemas. Al menos eso es lo que puede deducirse de lo publicado días después en las páginas de El Imparcial: «No es probable, según nuestras noticias, que se repitan las lecturas por señoras. La de anteayer fue una excepción justificada por las condiciones y antecedentes de Rosario (de) Acuña. Se comprende esto muy bien. Por este camino, el bello sexo invadiría, de hecho, el Ateneo, a pesar del reglamento y de la oposición del elemento antiguo, que no podía, ni soñar, en la casa vieja de la calle de la Montera, con solemnidades como la de anoche, consagradas por completo a la más hermosa mitad del género humano».

Aunque aún no se manifestaba con la contundencia que lo haría años después, Rosario de Acuña llevaba ya un tiempo combatiendo la supuesta inferioridad de la mujer que algunos justificaban en razones biológicas. A quienes, como los entusiastas seguidores de la teoría frenológica, afirmaban que el cerebro de la mujer estaba menos desarrollado que el del hombre les replica: «Insuficiencia por medios, no inferioridad por origen; he aquí todo»; a quienes, como en la crónica publicada en El Imparcial, tratan a la mujer con palabras almibaradas («Bello sexo», «la más hermosa mitad del género humano»…) les responde: «¡Justicia es lo que necesitamos, no galantería! Que la mujer tenga conciencia de sí misma; hacedla inteligente. Para que tenga inteligencia desarrollad su organismo con elementos iguales que aquellos que rigen la educación del varón».