Uno de los episodios más oscuros de la guerra entre Irak e Irán tuvo lugar cuando el Gobierno de Teherán, presionado por la negativa evolución del conflicto, decidió combatir la superioridad armamentística de su rival con un contraataque humano. Así, haciendo alarde de una total falta de escrúpulos, irrumpió en los colegios de las localidades más próximas a la frontera con Irak para reclutar a todos los varones mayores de 12 años y enviarlos al frente junto con aquellos ancianos a los que pudo encontrar en sus hogares. Trasladados a la frontera, y equipados solo con una botellita colgada del cuello, cuyo contenido se suponía que les llevaría al paraíso, les instaron a entrar caminando en territorio iraquí para enfrentarse al enemigo. Una riada humana utilizada como escudo defensivo.
Siendo adolescente fui testigo de la exhibición que el Gobierno de Bagdad hizo de estos niños y ancianos capturados en territorio iraquí. Obligados a abandonar nuestros colegios, marchamos por las calles de la ribera oeste del Tigris hasta posicionarnos bajo un sol de justicia en la zona de Al Mansur, y después aplaudir la parada con vehículos armados y camiones descubiertos llenos de prisioneros iraníes. En mi retina quedaron grabadas sus miradas vacías. No entendían ni su desamparo ni la humillación.
Décadas más tarde, otro gobierno, en este caso el marroquí, ha utilizado una técnica parecida para mostrar su indignación por la acogida de un líder saharaui sin aviso previo. Engañados con falsas promesas, más de 8.000 marroquíes se lanzaron al mar para invadir Ceuta. Más de la mitad ya han regresado a su país. Con el problema de los menores no acompañados por resolver y el rifirrafe de los políticos españoles, ¿cómo es que nadie cuestiona la vergonzosa forma con que Rabat trata a sus nacionales? Además de sablearnos con decenas de millones para controlar la emigración y el terrorismo que, obviamente, no están utilizando para sus fines, tenemos que hacer frente a una invasión que en nada responde a una crisis humanitaria. Una vergonzosa maniobra que no debería ser premiada con más dinero, sino con unidad política, sentido de Estado, más exigencias y mano dura.
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