El republicano Don Américo Castro, gran filólogo, también historiador, debería ser recordado con más frecuencia por las Universidades, sabiendo pocos, incluso universitarios, quién fue realmente Don Américo. Se pensó en él un poco, sólo un poco, con ocasión de la reciente publicación, en enero de 2021, del libro Correspondencia 1967-1972 Américo Castro y José Jiménez Lozano. Aproveché para releer el enciclopédico libro de don Américo, España en su historia, cristianos, moros y judíos, en edición de Grijalbo Mondadori, de 1983, que, como es lógico, volvió a deslumbrarme. Tanto don Américo Castro como García Valdeavellano, con sus impresionantes libros de investigación sobre el Medievo, fueron referencias de primer orden en los tiempos de aprendizaje, el mío, de la Historia del Derecho español, la de los tiempos de la Reconquista y de la España musulmana a partir del siglo VII.
Reconozco no haber estudiado a don Claudio Sánchez Albornoz, no obstante su obra monumental, tan asturiana, titulada España, un enigma histórico. El capítulo V, sobre las Órdenes militares, del libro citado más arriba de don Américo, comienza del siguiente modo: «Entre los siglos XII y XV las poderosas órdenes de Calatrava, Santiago y Alcántara ocupan el primer plano de la historia como fuerza militar y política. En ellas se perciben los primeros trazos del futuro ejército permanente de los Reyes Católicos».
Las Órdenes militares fueron definidas en el Diccionario de Historia de España (Alianza ediciones), del siguiente modo: «Hermandades de caballeros que unían a una finalidad puramente religiosa la mística militar de combatir al infiel»; resultaron ser institución fundamental, que hizo posible la Reconquista de España frente al Islam invasor, y además, con ellas ocurrió una vez más, ese fenómeno tan interesante, que se denomina «de la armonía o concordancia de los contrarios». Las órdenes militares fueron al mismo tiempo un ejército de ascetas, rezadores a Dios, y un ejército de profesionales guerreros; sus integrantes se dedicaban tanto a la ascesis mística, cristianos ascetas que alababan a Dios, como a degollar y matar a moros; eran a un tiempo monjes eremitas y mundanos guerreros; creían en lo de Santiago y sus mitologías (mythomachia), eran «jacobolatras», y zurraban al moro como creían que zurraba el mismo «Matamoros», el hermano de Jesús.
Esa armonía, o acaso su contrario, entre lo religioso y lo militar, tuve ocasión de vivirla en distintos momentos de mi vida, aunque en la distancia no obstante la cercanía. Y vayamos a eso, pero antes, debe quedar claro que en la Edad Contemporánea ya no existían los órdenes militares, pues los respectivos maestrazgos de Calatrava, Alcántara, Santiago y Montesa se fueron incorporando a la Corona, ya desde tiempos de los Reyes Católicos. Pero una cosa es que hayan desaparecido y otra que la música de lo religioso y lo militar, juntos, aún siga sonando, o se siga oyendo aunque no suene. Y Maestro llaman los Dominicos a su superior máximo y General llaman los Jesuitas al suyo, no siendo órdenes militares ni los frailes de Santo Domingo ni los reverendos de San Ignacio.
I.- Un bilbaíno, cura y coronel: La triple desmesura, prodigiosa, la conocí en Madrid, a mediados de los setenta del siglo XX; vivía el bilbaíno en la Castellana, en la entonces residencia de la Escuela Superior del Ejercito, pues pertenecía al Cuerpo Eclesiástico del Ejercito de Tierra; se apellidaba al modo de los de Bilbao, mezcla entre Arriola, Artola o Mendieta, y que como, los de Bilbao del «riau-riau», era forofo de su mamá, «mamísima», como la de Freud. Como escribiera Baroja en Silvestre Paradox, el bilbaíno, cura y coronel, religioso y militar, era de cara gruesa y apoplética, discutidor congestionado, carlista y requeté, extremista, cura de derechas, de extrema derecha, como tantos curas de Bilbao, que luego, fueron de izquierdas, de extrema izquierda. Nadie le llamaba «padre», sino «pater» que era lo mismo aunque mucho menos. Gracias a la Disposición final séptima de la Ley 17/1989, del Régimen del personal militar, se extinguió tal Cuerpo Eclesiástico, que mejor que «cuerpo» debería llamarse «alma», como «almas» fueron los integrantes de las extintas órdenes militares.
II.- Misa de la Inmaculada en la catedral de las Fuerzas Armadas en Madrid. Por pertenecer al Cuerpo Jurídico Militar, excedente, fui invitado, lo que agradecí, a la Misa, en la Catedral de la calle Sacramento de Madrid, con ocasión de la Fiesta de La Inmaculada en un Diciembre de la pasada década, patrona de Armas y Cuerpos. Después de la Misa, en un «vino español», tuve ocasión de hablar con el bueno y querido don Juan Del Río, entonces Arzobispo castrense y General de División, feliz de ser eclesiástico y militar. Por razones de delicadeza al ser un invitado, no hablé al bueno y querido don Juan de lo que escribiré luego (III), sino de lindezas espirituales de capellanes castrenses y de los sandios de la 1ª República, que declararon extinguidas las órdenes militares, que ya estaban extinguidas.
III.- El BOE de 24 de septiembre de 1976. Tal día, siendo Papa Pablo VI (tiempos de Maricastaña), se publicó el primer acuerdo entre el Gobierno español y la Santa Sede, renunciando el Estado al privilegio de nombrar obispos y renunciando la Santa Sede al llamado privilegio del Fuero. Después de ese primer Acuerdo de 1976, en el año 1979 se firmaron los otros cuatro acuerdos parciales (el jurídico, el de la enseñanza, el de las Fuerzas Armadas y el económico), constituyendo los cinco un verdadero Concordato.
Nos interesa el artículo 1º del Acuerdo de 1976, aún vigente, el cual, después de señalar correctamente que el nombramiento de Arzobispos y Obispos es de la competencia exclusiva de la Santa Sede, añade lo siguiente en el número 3º, que es excepción de lo anterior: «La provisión del Vicariato General Castrense se hará mediante la propuesta de una terna de nombres, formada de común acuerdo entre la Nunciatura Apostólica y el Ministerio de Asuntos Exteriores y sometida a la aprobación de la Santa Sede. El Rey presentará, en el término de quince días, uno de ellos para su nombramiento por el Romano Pontífice».
Es una media verdad lo que se dice en la introducción al acuerdo, de que lo acordado es traslación de lo dispuesto por el Concilio Varticano II. Y es media verdad o media mentira, porque el Concilio Vaticano II, en el Decreto Christus Dominus, de 28 de octubre de 1965, se señala en el número 20 que «el derecho de nombrar e instituir obispos es propio peculiar y de por si exclusivo de la autoridad eclesiástica competente», y añade, de manera importante, el Decreto conciliar: «Que en adelante no se conceda ya a las autoridades civiles ningún derecho o privilegio de elegir, nombrar, presentar o designar obispos». Parece, pues, que lo decretado en 1965 por el Concilio no fue respetado, en España y en 1976, para la designación del arzobispo castrense.
El Acuerdo de 1976 se redactó bajo la vigencia del Código de Derecho Canónico de 1917, que, después de señalar en el canon 329 la libertad del Romano Pontífice para nombrar obispos, reconocía de forma indirecta en el canon 332 la posibilidad de elección, presentación o designación de obispos por el Gobierno civil. Tal posibilidad, en el nuevo Código de Derecho Canónico desaparece por completo, pues el número 5 del canon 377 (Código de 1983), de manera contundente, dispone: «En lo sucesivo no se concederá a las autoridades civiles ningún derecho ni privilegio de elección, nombramiento, presentación y designación de Obispos».
Con arreglo, pues al nuevo Código (1983), que no se aplica al Acuerdo de 1976 por ser de fecha anterior, la manera de designación del Arzobispo castrense, del número 3 del artículo 1º del Acuerdo de 1976, ya no sería válida. Y con arreglo al Código de 1917 si sería legal, pero, teniendo en cuenta el mandato del Concilio (1965), de petición de renuncia al privilegio de presentación sin excepción alguna, muy anterior a 1976, pregunto: ¿La manera vigente de designación del Arzobispo castrense, presentado por el Rey y de nombramiento por el Romano Pontífice tiene cierta legalidad, pero tiene legitimidad? ¿Cuál es la libertad del Romano Pontífice, que ha de nombrar Arzobispo castrense al que propone el Rey, salvo repetición del proceso? ¿No es disparatado todo ello en estos tiempos de sinodalidad?
En estos momentos, mayo de 2021, a la espera de la presentación por el Rey del nombre del nuevo Arzobispo castrense, por defunción de don Juan del Río, parece oportuno reflexionar sobre estas cuestiones tan delicadas. ¿Por qué el Rey no renuncia ya, ya, al privilegio en relación al Arzobispado castrense, siguiendo lo pedido por el Concilio Vaticano II? ¿Qué razón hay para la persistencia de esa situación, contra el Concilio y contra lo dispuesto en el Codex de 1983? ¿No es hasta ridículo que con una Constitución no confesional, como la española, por un acuerdo anterior a la Constitución de 1978, se haga zascandilear al Rey, entre ternas y propuestas para presentar al Papa el nombre de un arzobispo?
Suenan -la de Dios es Cristo- ya nombres de candidatos al Vicariato, que algunos, los de las «cordadas» respectivas, quieren colocar. El que otros Estados, caso de Italia, tengan parecidos problemas, no me interesan, será, en último término, problema de ellos.
Termino despidiéndome como lo haría don Julio Casares, escritor de diccionarios: «Y aquí hago punto», que ya está bien.
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