Con el final del estado de alarma surgen las celebraciones desproporcionadas y prematuras en la calle, como si del final de la pandemia se tratase. La respuesta contenida de los sanitarios es la llamada a la prudencia ante la todavía alta incidencia de la pandemia, la situación de las camas hospitalarias y las UCIs, en particular en algunas CCAA como Euskadi o Madrid.
Sin embargo, y paradójicamente, la misma oposición conservadora que ha cuestionado desde un principio las declaraciones de estado de alarma, cuanto menos por la limitación de la libertad de movimientos de la ciudadanía, sino por la acción u omisión «criminal» del gobierno, ahora exige su continuidad, reprochándole un supuesto vacío normativo y como consecuencia el denominado caos jurídico y judicial. La exageración, que no falte.
De nuevo, asistimos a la política populista y la infodemia, con sus maniqueos, que polarizan y confunden a los ciudadanos protagonizando la otra cara de la pandemia. Tal y como si nada hubiese cambiado como consecuencia del cansancio de más de un año de pandemia y de la rápida vacunación en España y en Europa, tanto en la expectativa de la salida definitiva de la pandemia, como en la cara vez mayor conciencia post pandémica de la ciudadanía. Algo a tener en cuenta.
Sin embargo, el catastrofismo parece insensible al avance que supone la reducción progresiva de la incidencia general ni tampoco al éxito sanitario y como país de la buena marcha de la vacunación. No es extraño ver en la misma información el reproche por el fin de la alarma y la queja por los efectos de las restricciones. Y es que las buenas noticias no son noticias y menos en un contexto de pandemia y populismo.
Con una incidencia, en general a la baja, pero lógicamente de forma asimétrica entre las distintas CCAA, que en general ha llegado a evitar una cuarta ola, salvo en contados territorios, y que, aunque todavía lejos del objetivo marcado de cincuenta por cien mil, se acerca sólida y progresivamente el final de la trasmisión comunitaria y el control definitivo de la pandemia.
Eso explica que no deba haber tampoco una desescalada uniforme para situaciones que son muy distintas. De hecho, la mayoría de las CCAA, que están cerca de la situación de control como ocurre con Asturias, flexibilizan progresivamente sus actividades y mantienen solo limitadas restricciones en el marco de las acciones coordinadas del semáforo acordado en el consejo interterritorial y del suyo propio, con el paraguas de la ley de medidas especiales en materia de salud pública.
Solo contadas CCAA han intentado adoptar medidas de alarma como cierres generalizados y toques de queda una vez finalizado el estado de alarma, arriesgándose con ello al rechazo por parte de los tribunales de justicia. La demostración es que ellas mismas han decidido desistir del correspondiente recurso al Tribunal Supremo, procediendo a sustituirlas por horarios de cierre más estrictos y por cierres perimetrales de ámbito local. Otras comunidades, gobernadas por la oposición, incluso se han permitido exigir el mantenimiento de la alarma por parte del gobierno central, adoptando medidas contradictorias en el ámbito de sus competencias, como la flexibilización de los horarios que excede incluso el límite de la una de la mañana para el cierre del ocio nocturno. Actitudes en todo caso minoritarias que no pueden empañar el buen hacer y la colaboración entre las administraciones competentes que han sido la norma en esta pandemia.
No se trata pues de vacío legal ni de caos judicial. Nuestras leyes de salud pública componen una legislación completa equiparable con el contexto europeo. No es de recibo que quienes por puro sectarismo menos aportaron a la aprobación y al posterior desarrollo legislativo de la legislación general de salud pública, vengan ahora a destacar unos vacíos inexistentes y a propugnar planes B y leyes de pandemias fantasmas que no solucionan la diversidad ni las contradicciones entre las sentencias judiciales.
Toda ley orgánica de medidas especiales en materia de salud pública resulta obligado que cuente con la garantía de recurso judicial, al afectar a derechos fundamentales. Ese fue el motivo para que los letrados del Parlamento aconsejaran hace 35 años su tramitación aparte de la ley general de sanidad como ley orgánica, como así se hizo.
Esa es también la razón para que ahora se hayan llevado a cabo dos reformas de la ley del procedimiento contencioso administrativo para agilizar y armonizar las sentencias judiciales en las distintas fases de la desescalada de la pandemia. Por eso, ninguna modificación casuística de conveniencia podría evitar la valoración de proporcionalidad de las medidas restrictivas por parte de los jueces, ni tampoco la incorporación a la ley actual de medidas generalizadas de recortes de derechos fundamentales, solo amparadas por la declaración del estado de alarma, lo mismo que ocurre con las legislaciones europeas de nuestro entorno, conocidas con diversos términos como de emergencia o de calamidad. En definitiva, no faltan leyes, sino que ha faltado y falta cooperación y responsabilidad a lo largo de toda la pandemia, y el final no parece que vaya a suponer una excepción.
Por último, la experiencia de esta pandemia, seguro que obligará al refuerzo y la actualización en materias como la salud pública, la sanidad e incluso de los servicios sociales y las políticas de igualdad. Y dentro de ellas de la legislación de sanidad y de salud pública. Aunque, hoy por hoy, lo verdaderamente importante es el cabal cumplimiento y el desarrollo de la legislación existente, pero urge sobre todo la lealtad, la cooperación entre administraciones y la solidaridad con los más vulnerables.
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