En los últimos días ha saltado a las noticias un supuesto compromiso del Gobierno con la Unión Europea para suprimir la reducción por tributación conjunta del IRPF. Ello ha generado un revuelo considerable, dada la magnitud del beneficio fiscal, que afecta a dos millones de hogares y supone una pérdida de recaudación de 2.000 millones, aproximadamente. Por tanto, su eliminación implica un aumento del impuesto para un conjunto amplio de contribuyentes.
Ante esta situación debemos preguntarnos no solo si la medida está justificada, sino también si, en caso de estarlo, cuál es la forma y el momento más adecuados para llevarla a cabo. De entrada, debe aclararse que el régimen cuya supresión se plantea solo afecta a los matrimonios, no a las familias monoparentales. También es necesario advertir que enjuiciar una medida aislada, al margen de la reforma global en que se inserte, no deja de ser aventurado, ya que en muchas ocasiones se introducen reformas compensatorias que eliminan o reducen los efectos negativos de otras.
Dicho esto, debemos comenzar por preguntarnos qué se persigue con este objetivo fiscal. Se pretende mitigar la progresividad del impuesto para aquellos hogares en los que existe un único perceptor de renta, o las recibidas por el segundo son testimoniales. Tiene su lógica, pero supone proteger, en la práctica, un modelo de familia en el que la mujer no se ha incorporado al mundo laboral. Ahora bien, ¿tiene alguna incidencia en la práctica sobre la oferta laboral de las mujeres? La evaluación de este beneficio fiscal realizada por la AIReF nos indica que, como mínimo, distorsiona las rentas declaradas por las mujeres. Así, si se compara a las que la reducción les beneficia un poco con aquellas a las que les perjudica solo un poco, lo lógico sería esperar que hubiera cierta continuidad en sus rentas declaradas. Nada más lejos de la realidad, ya que en el punto de equilibrio -sin beneficio ni pérdida- se produce un «salto» en las rentas declaradas, siendo inferiores en casi 3.000 euros las de las mujeres que se benefician ligeramente del régimen.
La constatación anterior nos indica que el beneficio fiscal bien determina una menor oferta de horas de trabajo de las mujeres, bien produce que trabajen en la economía sumergida. En cualquiera de los dos casos el resultado es negativo. Por tanto, parece que existen razones para la supresión del beneficio, a las que podemos añadir su carácter regresivo -supone un mayor ahorro fiscal para las rentas altas-, así como el hecho de que estemos ante un residuo histórico de la antigua declaración conjunta obligatoria, declarada inconstitucional. De hecho, en una perspectiva comparada solo podemos encontrar una medida similar en Luxemburgo.
Ahora bien, lo anterior debe conciliarse con la necesidad de no afectar a las rentas de tantos hogares, en particular en un momento tan delicado de la economía. Por ello, la propuesta del Gobierno se refiere a una supresión paulatina, coincidente con la formulada por la AIReF, que aboga por introducir un régimen transitorio. Así sucede cuando se suprime cualquier beneficio fiscal de importancia, como ocurrió con la deducción por vivienda. Por tanto, cabe suprimir esta reducción, pero, por ejemplo, solo para los que se incorporen ahora al mercado laboral, con lo que se respetaría la situación de los matrimonios que venían aplicándola. Si así fuera, el impacto inmediato sobre las rentas de las familias sería prácticamente nulo, generándose tan solo en el largo plazo. Ello debería combinarse, como también propugna la AIReF, con otros beneficios compensatorios que incentiven la participación de las mujeres en el mercado de trabajo.
En definitiva, hay razones para suprimir este beneficio fiscal y puede hacerse distribuyendo sus efectos temporalmente sin menoscabo de las rentas de las familias. No se trata de cuestiones fáciles de entender, pero, por eso mismo, deberían ser bien explicadas y no permitir que el debate se reduzca a si vamos a subir o no el IRPF a las clases medias.
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