No debe extrañar que triunfe la demagogia

OPINIÓN

La presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso y el alcalde de Madrid y portavoz nacional del PP, José Luis Martínez-Almeida, en una imagen de archivo.
La presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso y el alcalde de Madrid y portavoz nacional del PP, José Luis Martínez-Almeida, en una imagen de archivo. PARTIDO POPULAR

11 may 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Los curiosos que estos días hayan buscado la definición de demagogia en el diccionario de la RAE, sobre todo si pertenecen a la arriscada derecha española, es fácil que hayan pensado que la venerable institución está plagada de peligrosos socialcomunistas; podría decirse que, en cualquiera de sus dos acepciones, solo falta ponerle nombre y apellidos: «Práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular» y «Degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder».

El deseo de liberarse del miedo y de las limitaciones que impone la necesidad de protegerse contra la epidemia es universal, solo la demagogia puede convertirlo en una reivindicación política. Ha sucedido en España con Vox y en varios países europeos con formaciones parecidas, pero con Isabel Díaz Ayuso, creadora del liberalismo de garrafón, ha alcanzado notable refinamiento. La presidenta madrileña lo ha combinado con todos los tópicos del localismo y el nacionalismo y, además, ha encontrado una bestia bicéfala, Pedro y Pablo, a la que atribuir los males que padecemos.

Un tercer elemento de su discurso han sido los impuestos, siempre dolorosos para el que paga y cuyo incremento no suele hacer populares a los políticos. Me temo que en los próximos meses se repetirá la historia del IVA de los chuches de Rajoy. Ya se atisba cómo será el debate con la polémica por el posible peaje de las autovías, una idea del PP, los llamados impuestos verdes o el posible fin de ciertos beneficios en el IRPF. El problema es que el déficit de Estado y la deuda pública han crecido demasiado como consecuencia de la necesidad de afrontar la pandemia y sus repercusiones en la economía. No habrá más remedio que recortar gastos y subir impuestos, los fondos europeos compensarán lo primero, pero no evitarán lo segundo. Es una buena arma para una oposición demagógica; si tiene éxito, que no se lamenten los votantes ingenuos cuando los hoy opositores lleguen al gobierno, suban hasta los chuches y, además, recorten el gasto en los servicios públicos y ayudas sociales.

La demagogia no es patrimonio exclusivo de la señora Ayuso o del PP, es tan vieja como la democracia, en la antigua Grecia nació el término. En la campaña electoral madrileña se pudo ver cómo Rocío Monasterio tomaba el relevo de Podemos con el asunto de los salarios de los políticos, que tanto ella como su esposo o el resto de los dirigentes de Vox cobran. Todos los partidos caen en ella, aunque no en la misma medida, pero el liberalismo etílico-festivo de la dicharachera presidenta tiene difícil parangón.

Pueden pertenecer a la misma categoría, pero vaya por delante que son preferibles las memeces sobre las cañas, los «ex» o el madrileñismo que las insidias xenófobas de Vox, aunque no resulte fácil comprender que las primeras hayan tenido tanto éxito. Sin duda contribuyó a ello la falta de sentido del humor, la escasa capacidad para la ironía, de los candidatos de las izquierdas. Algo la practicó el señor Gabilondo, pero quedó oscurecido por una campaña disparatada. Erró la izquierda al querer emular a Jiménez Losantos. No veremos a escuadras de camisas pardas, negras o azules desfilar por la Gran Vía, al igual que ni con lupa encontraremos un soviet en la capital de reino o atisbos del Frente Popular. Alguien puede preguntarse por qué, si la estrategia del predicador turolense y sus secuaces políticos tiene éxito entre el público derechista, fracasa la simétrica en la izquierda, quizá sea por cultura crítica.

Trump, Bolsonaro, Ayuso, Abascal… Mala política para el siglo XXI, gente con pocos escrúpulos, que no tiene empacho en favorecer los contagios de una grave enfermedad si cree que puede obtener votos o ayudar a sus amigos. Demagogos paradigmáticos, a veces pienso que parte de su éxito se debe a que demuestran que cualquier iletrado puede llegar a lo más alto en la democracia, eso debe hacerlos más próximos a determinados votantes.

Viví los casi simultáneos finales de los estados de alarma en Portugal y en España. Allí, donde el civismo tiene mucho más arraigo, la desescalada fue progresiva y sin estúpidas fiestas o uso espurio de la palabra «libertad»; aquí, volvemos al mes de agosto del año pasado, cuando las comunidades con elevada incidencia podían contagiar a las que la habían controlado. El penoso espectáculo de las calles en la madrugada del 9 de mayo prueba que incluso la demagogia más frívola puede traer graves consecuencias, al PP no le sirve verter ahora lágrimas de cocodrilo para eludir la responsabilidad. Ojalá se note el efecto de las vacunas, aunque falte al menos un mes para que sea suficientemente extensa la inmunización.

Tiene mucha culpa la oposición de lo que sucede en nuestro país, pero al gobierno le han faltado valentía y coherencia. Nunca supo rebatir las absurdas diatribas contra el estado de alarma, ni fue capaz de defender adecuadamente una política de prevención que era similar a la de cualquier país europeo, con este final parece darle la razón a la demagogia.

No temo que la demagogia derechista del siglo XXI nos lleve al fascismo, pero sí que vayamos camino de Varsovia, Budapest o Estambul, o incluso de Moscú, que ahora recuerda más al de 1821 que al de 1921. Más Madrid ha dado cierta esperanza a los demócratas progresistas, pero hará falta más que eso para cambiar la ruta.