Siempre he desconfiado de los salvadores. Los peores son aquellos que, desde la política, han pretendido redimir a la humanidad una y otra vez: los dictadores. Incluso existe un subgénero literario que ha incidido en la figura del tirano. De ahí Tirano Banderas, de nuestro Valle Inclán, que es una joya que ha tenido antecedentes y epígonos brillantes. En el siglo XIX, antes que Valle, se publicaron El matadero, de Esteban Echeverría, o Amalia, de José Mármol, dos ejemplos de la literatura argentina, ambos tomando como centro la dictadura de Rosas. Pero la literatura tendría que esperar por Tirano Banderas para obtener un texto de auténtica calidad literaria. Más tarde llegaron Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos; El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias; El otoño del patriarca, de García Márquez; Oficio de difuntos, de Arturo Uslar Pietri; o La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa. Ninguna de ellas, sin embargo, oculta la grandeza de Tirano Banderas, texto que sobrepasa al resto en originalidad y perfección expresiva. Texto seminal, por tanto. Y con un título acertado para esta época de mentiras y sofismas.
Entre los engaños más sobresalientes de los últimos tiempos, ninguno mayor que la Superliga de la que habla el señor Florentino Pérez. Se ha erigido en salvador del planeta fútbol, como una novela: él, un héroe a la antigua usanza. El resto, la infantería de hoplitas que sigue sus pasos. Es el mundo de nuestros días. Nos hemos convertido en grey, o sea, en rebaño. Lo que dice uno lo siguen todos. La pandemia no solo nos ha hecho perder la salud y la economía. También ha dañado nuestra integridad como seres humanos y nuestro libre albedrío. Por todo ello me ha alegrado profundamente que la gente, el pueblo (que siempre va por delante de sus mandatarios) se haya rebelado contra esta Superliga de ricos que pretenden «salvar el fútbol». Una expresión como esa ya denota la realidad del asunto: su engaño. No pretenden salvar nada, solo a sí mismos y seguir obteniendo pingües beneficios para sus negocios. Esa es la palabra. El fútbol ha dejado de ser un deporte para convertirse solo en una empresa global que factura cantidades asombrosas, que paga a sus empleados asombrosamente, y que asombra con todo el hedor que produce a su alrededor. Punto.
Sin embargo, los nuevos salvadores han obviado la esencia del fútbol: la pasión. Uno es de un equipo porque forma parte de su ADN emocional. No sabrá razonarlo. No sabrá decir por qué. Pero uno ama a su equipo tan ardorosamente que lo lleva a llorar o a saltar de alegría. La pena o la felicidad. En eso se ha sustentado siempre este bello deporte. Y eso es lo que están arrebatándole los nuevos salvadores. El fútbol lo han salvado los pequeños más que los grandes. Los grandes ahora solo miran el dinero. Y el dinero, como Tirano Banderas, no tiene corazón.
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