Isabel Díaz Ayuso empezó la precampaña con un lema tan simplista como efectivo para su electorado, «socialismo o libertad», que, tras la irrupción de Pablo Iglesias, mutó en «comunismo o libertad». Finalmente se ha quedado en «Libertad». Ni más ni menos que la apropiación partidista del concepto más bello que existe, como arma arrojadiza, sustentada, entre otras cosas, en la posibilidad de ir de cañas por los bares abiertos de una comunidad en riesgo extremo por la pandemia. Pero la deriva cada vez más desbocada y provocadora de Vox, con sus infames carteles racistas contra los menores no acompañados (que no llegan ni a 300 en Madrid) o su calificación de montaje de algo tan serio como las amenazas de muerte a Pablo Iglesias, al ministro del Interior y a la directora de la Guardia Civil ha dado un giro a la campaña. La izquierda, que por una vez actúa como un bloque unido, ha aprovechado el escenario de máxima confrontación introducido por los ultras para replicar con otro mensaje en la misma línea, «democracia o fascismo». A la presidenta le tocaría ahora explicar (no lo hará) si está dispuesta o no a pactar y bajo qué condiciones con la ultraderecha (lo está). Merkel y Macron nunca lo harían. Vox, que domina el manual del perfecto trumpista, le ha complicado la campaña, aunque sigue siendo la gran favorita para gobernar. Eso sí, salvo gran sorpresa, estaría obligada a contar con el apoyo de la extrema derecha. No habría problemas, Ayuso es adorada por los votantes de Vox y ya ha asumido algunos de sus postulados. Pero, parafraseando lo que dijo Vargas Llosa de Esperanza Aguirre, ¿se puede presumir de ser la Juana de Arco de la libertad pactando con un partido que representa justo lo contrario?
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