España tiene dos ombligos. Hace dos meses se rascó uno de ellos, Cataluña. Y, a medida que se acercan las elecciones, aumenta el picor en el otro, Madrid. Nuestros queridos polos de naranja y de limón. En ambos florecen los voceadores que claman por la libertad, que agitan su estatus especial de motor económico, de dinamo social, de hervidero cultural. Venden su discurso señoras y señores que se sienten tan distintos y especiales que avergüenzan a una buena parte de sus vecinos. Recientemente, Isabel Díaz Ayuso aseguró que cerrar Madrid a las once de la noche es una barbaridad, «es como cerrar a las siete una capital de provincia». Y añadió que los madrileños van a museos, teatros, presentaciones de libros... Con tanta visita museística de españoles y extranjeros, las calles de la capital deberían estar vacías. Frente a Ayuso, la anestesia de Gabilondo y otro presunto libertario, Pablo Iglesias, que entre el prime time y el consejo de ministros, elige lo primero. Piensan que la campaña en Madrid es la centrifugadora de la política nacional y la han convertido en el desagüe que salpica a provincias, a las otras provincias que no son la suya.
Hay chascarrillos supremacistas que parecen una broma hasta que no lo son. Los medios estadounidenses publican que un grupo de políticos republicanos está organizando una asamblea en defensa de las raíces anglosajonas del país. «Estados Unidos es una nación con una frontera y una cultura, fortalecida por un respeto común por las tradiciones políticas exclusivamente anglosajonas», reza un documento de siete páginas lanzado por este grupo. Parece que les ha temblado la mano a la hora de escribir «políticas exclusivamente de blancos», pero todo llegará.
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