Por dónde íbamos. Ah, sí. Es cierto que Smith desarrolló en su doctrina económica el concepto de «interés propio» como motor de la economía, haciendo énfasis en una competencia individual que, en virtud de la racionalidad humana, acabaría por beneficiar a todos, según expone en la doctrina de la armonía de los intereses. La famosa «mano invisible», deformada después por el interés propio de sus exégetas más codiciosos. El propio Smith comprobó la poca motivación que tenían los acaparadores británicos por conciliar interés propio con el progreso de toda la sociedad cuando, según Chomsky, concluyó que los «principales arquitectos» de la política en Inglaterra eran los «comerciantes y manufactureros», quienes se aseguraban de que sus propios intereses fueran «atendidos de la forma más peculiar», sin importar sus «penosos» efectos sobre los demás, incluyendo el pueblo inglés.
Años antes, mientras fue catedrático de filosofía moral en la Universidad de Glasgow, escribió su Teoría de los sentimientos morales (1759). En ella hablaba de la empatía, cuando decía que «simpatizamos con la alegría de nuestros compañeros que prosperan y, además, simpatizamos con el dolor de nuestro prójimo cuando lo vemos sumido en el infortunio». Y cómo dicha simpatía impulsa el humanitarismo que, junto a la dignidad y la libertad forman parte de nuestros valores universales. Pero sin olvidar la virtud de la justicia, cuyas reglas han de evitar daños al prójimo mientras seguimos dicho interés propio: «El individuo sabio y virtuoso está siempre dispuesto a que su propio interés particular sea sacrificado al interés general de su estamento o grupo. También está dispuesto en todo momento a que el interés de ese estamento o grupo sea sacrificado al interés mayor del estado, del que es una parte subordinada». Es evidente que la pléyade de pseudoliberales y anarcocapitalistas sociópatas que aspiran, alborozados, a medrar con el «trumpismo chulapo», tan de moda estos días, hacen méritos para mantenerse bien alejados de la sabiduría y el virtuosismo.
La aparente contradicción entre principios de la Teoría de los sentimientos morales y de La riqueza de las naciones (humanitarismo y justicia vs interés propio), siguió alimentando la controversia entre altruismo y egoísmo que filósofos y teólogos trataban de depurar en tiempos de la Ilustración británica. Un problema que, a finales del siglo XIX, en círculos intelectuales alemanes dieron en llamar el «problema de Adam Smith» y cuyo debate se mantiene hasta nuestros días. Pero Smith ya apuntó a una de las claves de la contradicción: el seguimiento del interés propio solo funciona armoniosamente si los agentes económicos son «sabios y virtuosos». Y, claro. No solo no todas las personas no actúan igual, sino que los principales arquitectos de la política, los más ambiciosos, suelen ser los menos empáticos y, por tanto, los menos éticos/virtuosos. Las diferencias individuales en desarrollo moral de la que he escrito tantas veces. En fin, que la versión neoliberal de la «mano invisible» de Adam Smith es un mito al servicio de la codicia de unos pocos.
Otro economista liberal, John Stuart Mill, inspirado por la ética de su padrino, el filósofo y economista Jeremy Bentham (lograr la mayor felicidad para el mayor número de personas), abogó por un equilibrio entre cooperación y competencia y por la democracia económica, por ejemplo, a través del cooperativismo. Pero claro, Stuart Mill es de esos liberales genuinos que entiende el ejercicio de la libertad individual sin menoscabo de que el gobierno proteja a la sociedad aplicando el «principio del perjuicio», según escribió en Sobre la libertad (1854): «cada individuo tiene el derecho a actuar de acuerdo a su propia voluntad en tanto que tales acciones no perjudiquen o dañen a otros». Estamos en el siglo XXI y la virtud de la justicia nos sigue quedando tan lejos. Por ejemplo, la explotación laboral o, dicho de otro modo, el acaparamiento de recursos a manos de unos pocos, basado en impedir el acceso a una vida digna a la mayoría, es un daño injustificable y moralmente repugnante. Por no hablar, otra vez, del nefasto daño al medio ambiente.
Y es que la racionalidad que armonizaba los «intereses propios» de Smith ya no es lo que era en el siglo XVIII. Nunca fue lo que pretendía que fuera, más bien. En el próximo capítulo volveremos al siglo XXI para aportar argumentos actualizados. Es acuciante replantearnos una situación que acaba dando la razón a Hobbes respecto a la violencia económica que se sigue queriendo justificar políticamente con eslóganes tan obtusos como «comunismo o libertad». Porque una libertad egoísta, la que disfruta el más fuerte a expensas del más débil, es decir, la libertad de abusar de quienes tienen menos poder, no es libertad, es impunidad para el abuso. Un abuso ejercido como un privilegio al que algunos, como estamos viendo, no están dispuestos a renunciar.
Como decía, a su vez, el ahijado de Stuart Mill, el filósofo, matemático y Premio Nobel de Literatura, Bertrand Russell: «Las pasiones egoístas, una vez sueltas, no son fácilmente sometidas de nuevo a las necesidades de la sociedad. (…]) Al principio, el egoísmo hizo a los hombres esperar de los demás una ternura paternal; pero cuando descubrieron, con indignación, que los otros tenían también su Yo, el frustrado deseo de ternura se convirtió en odio y violencia. El hombre no es un animal solitario y mientras subsista la vida social, la realización de sí mismo no puede ser el principio supremo de la moral».
(continuará)
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