En estos días pasados en los que estuvo bloqueado el canal de Suez sentí una cierta nostalgia. Nostalgia porque, para los que nacimos en mi tiempo, el canal cerrado es como Los Chiripitifláuticos: un recuerdo de la infancia. En 1967, durante la Guerra de los Seis Días, los israelíes habían llegado hasta la orilla izquierda del estrecho y Nasser ordenó bloquearlo en dos puntos con minas y barcos hundidos. Entre esos dos puntos quedaron atrapados quince mercantes. La guerra, como su nombre indica, acabó en menos de una semana, pero para esta flota desafortunada comenzó una espera de ocho años, que fue el tiempo que estuvo cerrado el canal. Comenzó así una extraña epopeya del aburrimiento, hoy casi olvidada, pero de la que se habló mucho entonces.
Los marineros, de ocho nacionalidades diferentes, se lo tomaron con filosofía. El lugar en el que habían quedado varados se conoce como el Lago Amargo, porque en ese tramo el agua tiene una salinidad mayor que el propio mar. Así que fundaron la Asociación del Lago Amargo, una especie de estado independiente que emitía hasta sus propios sellos de correos, que hoy son objeto de caza por parte de los coleccionistas. En el mercante sueco Killara había piscina, en el británico Port Invercargill se jugaba al fútbol, en el búlgaro Vasil Levsky se proyectaban películas y en el alemán Nordwind había misa los domingos. Al año siguiente, coincidiendo con las Olimpiadas de México, los habitantes del Lago Amargo celebraron la suya propia, con catorce deportes (incluyendo tiro con arco, waterpolo y vela, para la que usaron los botes salvavidas). Polonia quedó en lo alto del medallero, seguida de Alemania y Gran Bretaña. Las tripulaciones iban rotando, y al final pasaron por allí unos tres mil hombres (y una mujer) que llenaron su espera con juegos de cartas, bingo, críquet y barbacoas para las que no hacía falta fuego porque el calor era tan intenso que se podía cocinar sobre los bidones metálicos. Mientras, la arena del desierto, como la de un reloj antiguo, se iba depositando sobre los barcos, y a aquellos náufragos sin naufragio se les pasó a conocer como «la flota amarilla». Así, ocho años.
Al final, lo que la guerra quitó, la guerra devolvió. Esta vez fue Egipto quien atacó a Israel y en 1975 el canal volvió a abrirse. Para entonces ya solo el Nordwind y el Münsterland podían moverse por sí mismos. El African Glen fue hundido por un proyectil israelí. Los demás barcos fueron arrastrados hasta el lugar de su desguace. Para entonces ya se habían podrido la carga de huevos y fruta del Münsterland y el trigo del Observer; habían muerto los cerdos australianos que transportaba el Killara; ya no había compradores para el cuero etíope que llevaba el checo Lednice; los niños a los que iban destinados los juguetes del Agapenor eran ya jóvenes, y los jóvenes para los que transportaba camisetas el Nordwind eran adultos. El propio Lago Amargo se había vuelto más amargo aún, porque en esos ocho años la evaporación había incrementado la salinidad. El paso del tiempo tan solo había respetado la guerra, que en Oriente Medio siempre es joven.
Queda algo de todo aquello. Los marineros bebían constantemente (algo no del todo insólito en la historia de la marina mercante). Uno de los capitanes hizo un cálculo, supongo que medio en broma, y le salía que en el fondo del Lago Amargo podría haber un estrato de unos noventa centímetros de botellines y botellas. Se preguntaba qué pensarán los arqueólogos del futuro si un día lo encuentran. Y yo digo que quién sabe si viendo la mezcla de cerveza alemana, checa, norteamericana y noruega, de vino búlgaro y vodka polaco, creerán que hubo ocho años de tregua en la Guerra Fría.
Comentarios