El momento Roosevelt

OPINIÓN

Yuri Gripas / POOL

12 abr 2021 . Actualizado a las 09:02 h.

Contra lo que muchos pensaban, basándose en su trayectoria pasada de político muy convencional y ligado al statu quo, el presidente Biden parece haber entendido desde el primer momento que la tarea que tiene por delante es absolutamente excepcional, de esas que se dan pocas veces en un siglo. Vamos, que la historia le ha salido al encuentro (sin que en este caso medie la carga de hipérbole que suele acompañar a ese término). Y es que Estados Unidos encara varias encrucijadas fundamentales, que exigen respuestas también fuera de lo común.

 En primer lugar destaca, compartida con el resto del mundo, la doble crisis, sanitaria y económica, frente a la cual aquel gobierno no ha tardado en poner en marcha un gigantesco plan de estímulos (de 1,9 billones de dólares), mucho mayor que el de cualquier otro país -en particular, los europeos-, que además se está canalizando a la economía con una notable rapidez; el uso de las transferencias directas a los consumidores lo favorece. La consecuencia es que la economía norteamericana está saliendo de la contracción con una fuerza mucho mayor que las europeas: la mayoría de los cálculos apunta a que a finales de 2022 su PIB será en torno a un 5 % mayor que antes de la pandemia. No parece que la Administración Biden se esté arredrando ante los cantos de sirena que ya resuenan con cierta fuerza ante los efectos secundarios de su actuación, sobre todo en términos de inflación (que en todo caso, están por ver). Lo primero es lo primero, parecen decir.

Pero Estados Unidos afronta otros dos retos cruciales de cara a las próximas décadas. En el orden interno, los acontecimientos de los últimos años -con el auge del trumpismo en primer plano- han mostrado que aquella sociedad vive sobre un polvorín de malestar y disenso. La desigualdad explosiva, la pérdida de las referencias comunitarias o incluso la plaga de «muertes por desesperación» de las que han hablado el premio Nobel Angus Deaton y Anne Case, serían algunos de sus principales manifestaciones. Y mirando hacia el exterior, la gran potencia hegemónica de los últimos setenta años se enfrenta ahora al cada vez más visible desafío chino, observable en el ámbito de la política internacional, pero también en el económico y tecnológico.

Pues bien, cabe poner en relación con todo eso el otro gran programa económico lanzado por Joe Biden, en este caso pensado ya no para la mera salida de la crisis, sino con una perspectiva de largo plazo. Hablamos del nuevo macroplán de inversiones dirigido a la renovación de infraestructuras, y la modernización productiva en un triple sentido, social, verde y digital. De acuerdo con ello a lo largo de los próximos años se invertirán allí dos billones de dólares en la red eléctrica, autopistas o digitalización masiva, pero también en escuelas y hospitales; es decir, en unos servicios públicos que acumulan grave insuficiencias. En esos aspectos inversores, si el Plan Biden no es el New Deal, la verdad es que se le parece mucho. Y frente esa ambición, los planes europeos del NextGen, que con sus 750.000 millones de euros parecían hace unos meses algo grandioso, empiezan a ser vistos más bien como una iniciativa modesta y comparativamente alicorta.

Por lo demás, hay en esos planes otra gran señal de cambio: la necesidad de subir significativamente los impuestos (que comparten otros países anglosajones y organismos como el FMI), abriéndose incluso a afrontar esta tarea en un ámbito global, mediante una extensión de la coordinación fiscal. Este importante punto merece que se le dedique una próxima columna. Pero de momento basta para constatar que la política económica norteamericana se está instalando, rápida y decididamente, en una nueva era.