Felipe de Edimburgo ha vivido muchas vidas en sus casi cien años sobre la faz de la tierra. Precursor de la campechanía, supo sobreponerse a los problemas políticos de su infancia griega, a la frágil salud y la esquizofrenia de su madre y a los rigores de una corte como la inglesa, muy dada a hacerle la vida imposible a todos los recién llegados.
El querido tío Philip, como era conocido por la Familia Real española, con la que estaba emparentado a través de la reina Sofía, supo crearse su personaje al margen de las idas y venidas por los pasillos de Buckingham. Con una bien ganada fama de bocazas, el marido de Isabel II ejerció de mediador entre las distintas facciones de los Windsor y se ganó el respeto de la opinión pública al ejercer como tutor de Guillermo y Enrique cuando se quedaron sin su madre, Diana de Gales, en plena adolescencia. A ellos supo darles el cariño y la compañía de la que no disfrutaron sus hijos.
Con el nada despreciable registro de 73 años casado, se retiró de la vida pública hace poco más de un trienio, pero nadie en el Reino Unido ha olvidado su forma singular de mantener sus viejas costumbres, con un lenguaje que en los actuales parámetros no superaría el análisis de los guardianes de la ortodoxia y los ofendiditos por sus tintes machistas e incluso xenófobos.
Felipe fue lo que se dice un profesional. Supo cambiar con los tiempos y convertirse en un adalid de la ciencia en un entorno en el que las tradiciones y el pasado se imponen casi siempre al futuro. Isabel II lo echará mucho de menos. Pero no será la única.
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