Hace años, en una clase de Lexicografía, les preguntaba a los alumnos si la palabra «derecha», en el sentido de ideología política conservadora, podría figurar en el diccionario con la marca de «peyorativa». Me dijeron que no. Creían que les preguntaba si el diccionario debía decir que ser de derechas era algo malo. El ejemplo me servía para que entendieran que el trabajo del diccionario no es explicar cómo es el mundo, sino cómo usamos las palabras. Hagámonos cuatro preguntas: ¿Hay gente que sea de izquierdas y niegue ser de izquierdas?; ¿Hay gente que no sea de izquierdas y diga ser de izquierdas?; ¿Hay gente que sea de derechas y niegue ser de derechas?; ¿Hay alguien que diga ser de derechas sin serlo realmente? Las respuestas son evidentes: no, sí, sí, no.
Los de izquierdas usan la palabra «izquierdas» e incluso la apetecen algunos que no lo son. Nadie que no sea de derechas quiere esa palabra. Y los de derechas prefieren no usar la palabra «derechas» y utilizar otras, como conservador o liberal, y solo la usan con el terrón de azúcar de «centro», centroderecha, como si la palabra en sí fuera demasiado amarga. Justa o injustamente, la palabra «izquierda» no se evita y la palabra «derecha» sí se evita o se edulcora. El diccionario trata del uso de las palabras y tendría fundamento que dijera que «derecha», en política, es peyorativa (no se chiven a la RAE; era una clase, el experimento era con gaseosa).
Según Alberto Manguel, los Ptolomeos decían de su biblioteca de Alejandría que era el lugar donde «el universo mismo encontraba su reflejo hecho palabras». Tal era el poder que atribuían a las palabras que creían que su biblioteca podía ser un duplicado del universo. Las palabras reflejan el universo, pero también lo cambian. Y también lo ocultan. A pesar del trabajo de los lexicógrafos, siempre hay quien quiere hacernos olvidar el diccionario y usar las palabras para crear mundos fantasmagóricos que nos oculten el mundo real. Así que una parte de la mirada a la actualidad ha de consistir en mirar a través de las palabras.
La palabra comunismo y derivadas es una de las que intenta tejer una alucinación colectiva. Por supuesto, no hay nada malo en no ser comunista, faltaría más. Ni tampoco en ser anticomunista. No solo no hay nada malo, sino que no indica ninguna ideología concreta. Anticomunistas eran los anarquistas, los nazis, los socialdemócratas y los neoliberales. La cuestión no es lo que significa «comunista» sino cómo se usa la palabra. No la suelen decir Macron ni Draghi. No la decían Rajoy ni Aznar. Eran anticomunistas, claro, pero no estaba en su vocabulario normal llamar comunistas a sus adversarios ni se publicitaban como anticomunistas.
Incluir en el léxico propagandístico las palabras comunismo y anticomunismo fue siempre cosa de la extrema derecha, porque su agresividad y radicalidad solo se puede presentar como algo moral si se transmite como defensa frente a una amenaza y como necesidad ante una emergencia. Por supuesto que hay infamias asociadas con el comunismo (y con la Iglesia, ya puestos; y no olvidemos la devoción de Pinochet por el neoliberalismo). Y también grandezas. Francisco Carantoña hizo esta semana una síntesis llena de conocimiento y buen juicio sobre este asunto. Pero hay más razones para que la palabra «comunismo» esté en la propaganda. Nueva Zelanda sube el salario mínimo y sube los impuestos a los ricos. Aquí hubo propaganda que vociferó que una cosa y la otra eran el embrión del comunismo. Como es feo oponerse a la justicia social, se presentan los aspectos mínimos de la justicia social como las fauces del comunismo abriéndose y en trance de devorarnos. En la época del macartismo en EEUU se llegó a prohibir una película porque en ella salía un niño ruso sonriendo.
Subir el sueldo de los que menos ganan y los impuestos de los que más tienen es el ajuste mínimo y más obvio para corregir la desigualdad más aguda de Europa. Por eso arrecia la propaganda de comunismo o libertad, intentando que esa palabra cree una alucinación en la que explotamos de alegría y libertad y somos el faro del mundo, mientras caen empresas y negocios (sí, en Madrid también; la Tierra es redonda y Madrid está tan hundido con el resto de España), se arruina gente y seguimos contando muertos. Cualquier engaño es preferible a imaginar que en Rusia los niños sonríen. Basándonos en el uso de la palabra, y no en cómo es el mundo, hay razones muy democráticas y moderadas para ser antianticomunista (a veces me gusta duplicar afijos; me estaba acordando del luminoso momento en que Juan Carlos Gea se proclamó homofobofóbico).
Pero también la UE sigue intentando crear una alucinación colectiva con las palabras. Nos exige una reforma laboral «integral y ambiciosa» y acabar de una vez con la «dualidad» del mercado de trabajo. Lo que proponen lo llaman reforma para que parezca dinámico y para que su negación parezca inmovilidad y estancamiento. Los derechos de los más débiles nunca se lograron de manera armónica. Siempre fueron efecto de luchas. Y siempre fueron acumulativos: un nuevo derecho se sumaba a derechos anteriores. La reforma que se pide es «integral», es decir, completa y de raíz; es decir, no dando nada por sentado, poniendo a cero la historia y el contador de derechos. Y es «ambiciosa». Decir que se quiere una reforma extremista suena mal, así que la quieren ambiciosa. Se quiere que llegue lejos, que cambie mucho las cosas.
En el diccionario la palabra ambición tiene que ver con un deseo intenso de algo que lógicamente se considera bueno. La cuestión es bueno para quién. La cuestión es la ambición de quién. No son los comunistas, es el billonario Warren Buffett el que dice que la lucha de clases existe y «la estamos ganando». Ninguna reforma laboral puede expresar a la vez la ambición de los ricos y los humildes. La UE está preocupada por la «dualidad» del mercado laboral: unos trabajadores son demasiado fijos y tienen sueldos demasiado dignos y otros son demasiado temporales y tienen salarios de hambre. La reforma laboral ambiciosa e integral quiere que se parezcan un poco más los fijos y los temporales corrigiendo la parte en que el sistema es «rígido» (otra de sus palabras; es más «dinámico» comer unos días sí y otros no que esa rigidez de alimentarse a diario): la rigidez son los derechos de los trabajadores en condiciones dignas. La dualidad que ven injusta no es la de los ricos y los humildes, sino la de los humildes y los pobres.
La alucinación léxica puede ocultar la realidad, pero la realidad acaba siendo siempre tenaz. La realidad es que los ricos no quieren seguir siendo ricos, sino que lo quieren todo. La realidad es que para cualquier gobierno (sea de derechas, de izquierdas o como el nuestro) es más fácil chocar con los de abajo que con los de arriba. La realidad es que Biden prepara billones de gasto público para corregir la posición de su país con China, porque el gasto público no es cosa de comunistas, sino de sociedad estructurada. La realidad es que no hay peligro comunista más que en la propaganda y sí lo hay fascista en los hechos (lo de Hungría y Polonia es un hecho). La realidad es que el fundamentalismo religioso que aporta el combustible emocional y compulsivo a los ultras es un tejido muy financiado por quienes están en la lucha de clases a brazo partido y bien protegido por el cascarón de la Iglesia oficial; de hecho, en Murcia ya quieren ensayar la censura ultracatólica en la escuela, que la propaganda llama pin parental e Ignacio Escolar rebautizó con acierto como pin neandertal. La realidad es que las amenazas al sistema (subprimes y crisis subsiguiente, Brexit, Trump contra el mundo, brotes autoritarios en Europa) no vienen del comunismo, sino de las tripas bajas de la derecha. La realidad siempre acaba obligando a que las palabras, como querían los Ptolomeos, sean su reflejo. Y, según Heisenberg, no se puede reflejar la realidad sin cambiarla. Por eso la lucha de las palabras es parte de cualquier lucha.
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