El domingo pasado, perdimos a un poeta inmenso. Escribía en corto como Messi regatea sobre una estampita de Maradona. Un ejemplo: «Solo en la belleza creada por otros hay consuelo, en la música de otros y en los poemas de otros. Solo otros nos salvan, aunque la soledad sepa a opio». Repetía siempre una reflexión que merecía estar acuñada en los carnés de identidad: «Siempre tengo presente que vivo en un lugar que está a una hora en coche de Auschwitz».
La poesía de Adam Zagajewski es sencilla. Pero es que lo sencillo es lo más difícil. Muchos de sus versos se beben como un vaso de agua fresca, clara y transparente. Que sienta bien. Murió con 75 años. Fue premio Princesa de Asturias. En su discurso reflexionó con ironía sobre escribir poemas. «La política está de moda. La moda está de moda. La poesía no está de moda». Pero es necesaria. «Surge de la emoción de la mente y el corazón, una emoción que no se puede prever ni planificar».
«Solo en la belleza creada por otros hay consuelo, en la música de otros y en los poemas de otros. Solo otros nos salvan, aunque la soledad sepa a opio»
Vivía entre Cracovia y París. Dio clase en universidades norteamericanas. Y era un hombre accesible, sin la vanidad de fular del artista.
«Soy, en cierto modo, hijo de la guerra, aunque no fui testigo de los horrores. Diría que, en cierta manera, los horrores están, no en mis genes, pero sí dentro de mí. Parte de mi vocación es no olvidar el corazón de esa guerra y, en cierta manera, recordarlo». Recordar etimológicamente significa volver a pasar por el corazón. Adam Zagajewski es lo que hacía: pasaba por el corazón los diccionarios.
Nacido en Luov, hoy Ucrania, fue niño en la Silesia Alemana, hoy Polonia. Fue un desplazado. Un exiliado. «Vivo en ciudades ajenas y a veces hablo con gente ajena sobre cosas que me son ajenas», fraseó en su Autorretrato. Alguien que demuestra que el azar también marca nuestras vidas. Aunque no mercadeaba con la sangre de las heridas de la emigración. «Habla más suave», decía, porque creía en la tolerancia.
Autor de ensayos sobre la creación, sobre el origen de la belleza. Zahorí de lo hermoso, a pesar de crecer en un continente devastado. Fue un sin tierra que conoció el martillo comunista en su juventud. Pero los golpes nunca le enfurecieron. Él extraía calma de las palabras. La suya es una poesía para recitar en susurros, casi en silencio. Defendía en sus escritos de pensador la poesía como un oficio singular y necesario. En contra de lo que dicta la sociedad. «La poesía tiene un valor extra cuando la sociedad está a punto de perecer», apuntaba. Y resumía que los versos son «un orden necesario».
Leerlo es como escuchar música clásica. Como las polonesas de Chopin. Tenía mano para iluminar lo cotidiano. Pintaba un amanecer como una miniatura que no termina. Firmó Deseo o Antenas. Hemos perdido la luz de un faro. Y un faro. La costa está más oscura. El mar es menos navegable.
La poesía desnuda de este Adam de las letras parece que está escrita con tiza, una tiza infinita, ígnea.
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