El presidente del Principado hace balance desde el primer caso de coronavirus detectado en Asturias
14 mar 2021 . Actualizado a las 22:27 h.El año que no quisiera haber vivido comenzó a las 17.45 del 29 de febrero de 2020. «Presidente, ya lo tenemos aquí. Primer caso confirmado». Al otro lado del teléfono, Pablo Fernández Muñiz, consejero de Salud, había arrancado sin saberlo la última hoja, la hoja roja del calendario de la normalidad.
Estado de alarma: uno de los tres regímenes de excepción previstos en el artículo 116 de la Constitución. Confinamiento: una palabra apenas usada, emparentada con aislamiento y cuarentena. Pandemia: hipótesis propia de las películas de catástrofes, una epidemia que se extiende por el planeta. Jamás pensé en sufrir las tres situaciones juntas.
Hoy, 14 de marzo, hace un año que el presidente Pedro Sánchez declaró el primer estado de alarma. Como vivo en Laviana, mi localidad natal, decidí trasladarme al apartamento habilitado en la presidencia del Principado para evitar los desplazamientos. Supongo que como la mayoría, al inicio pensé que aquella coyuntura excepcional sería transitoria, cuestión de semanas. Pronto intuí que estábamos ante el inicio de un nuevo comienzo. Para mí, para Asturias, para la propia humanidad.
Claro, se me acabó la ropa. Ahora suena a chiste, pero prueba hasta qué punto desconocíamos lo que estaba ocurriendo. Vivíamos un momento de transición, pero no sabíamos hacia qué. La propia declaración del estado de alarma, ya adoptada en otros países, era esperada y a la vez temida. Fueron días plomados de incógnitas, con muchas preguntas y muy pocas respuestas.
Mi primera certeza fue que había que tomar decisiones, reaccionar rápido, anticiparnos todo lo posible, sin esperar. Que buena parte del éxito dependía de que fuésemos capaces de adelantarnos, que no podíamos arrastrar los pies detrás del virus. El objetivo que nos marcamos en el Gobierno de Asturias era muy claro, pero muy difícil: salvar el mayor número de vidas. Nunca hemos caído en esa trampa que invita a escoger entre salud y economía, como si fuera una disyuntiva inevitable.
En este tiempo nos hemos familiarizado con muchos términos. Sabemos pronunciar de corrido epidemiología y hasta hemos aprendido a distinguir varios tipos de mascarillas. Al tiempo, hemos recibido lecciones muy útiles que deberían quedársenos grabadas a fuego. Por ejemplo, hemos entendido el verdadero sentido de la palabra responsabilidad, porque nunca como hasta ahora percibimos con tanta fuerza que todas y todos dependemos de todas y todos.
Personalmente, también he recibido alguna enseñanza. Vuelvo al primer estado de alarma, a las semanas confinado en la presidencia del Principado. Como a todos los edificios solemnes, le sienta mal el vacío y la oscuridad y nunca llega a tener la calidez de una vivienda. No obstante, y a decir verdad, apenas tuve minutos para echarla de menos: desde aquellos primeros días, no he vuelto a desconectar. He aprendido que cuando uno es presidente de Asturias lo es siempre, sin fines de semana ni horas libres.
Este año tan intenso, con la covid como una indeseable compañera de viaje, ha servido para recordarme nuestra fragilidad como seres humanos, nuestras limitaciones, que no somos dioses, que algo tan mínimo como un virus puede poner en jaque al conjunto de la humanidad. Hemos tenido que ir rectificando nuestros errores y apearnos de la soberbia, hasta el punto de reconocer que el coronavirus es aún hoy un gran desconocido al que sólo hemos podido bordear y hacer frente gracias a la ciencia y la investigación (¿recuerdan a los líderes que se burlaban de él, qué enorme daño han hecho a sus países?).
El año que ha cambiado el mundo también me ha reafirmado en mis convicciones: un Estado de bienestar fuerte, potente, sostenido con las aportaciones económicas de todas y todos, es la mejor garantía, el verdadero chaleco salvavidas para cuando vienen mal dadas. Nuestra sociedad se basa en esa alianza que no debemos permitir que se deteriore. Menos aún cuando la epidemia nos ha hecho volver los ojos hacia las funciones y tareas más esenciales: sanitarias, maestras, cuidadoras, cajeras… Utilizo a propósito el plural en femenino porque son mujeres, en su inmensa mayoría. Me he reafirmado, en fin, en la frase de Lyndon B. Johnson: «No hay problema que no podamos resolver juntos, y muy pocos que podamos resolver por nosotros mismos».
Por último, ha sido un año de reto permanente, el de estar a la altura de unas circunstancias extraordinarias. A lo largo de este tiempo, cada día me he impuesto ese deber. Cuando me caía, me venía abajo o me desmoralizaba, cuando pasaba una noche sin poder dormir, me decía una y mil veces que no podía, que no podíamos fallar, que todas las personas cuidamos de todas y que nuestra unión como sociedad nos llevaría a la victoria. A lo largo de estos doce meses he querido ser siempre un elemento de unión y no de discordia, conciliar a personas que pensamos de forma muy diferente en torno a un objetivo común, proteger especialmente a las personas más vulnerables. En el caso de Asturias, una comunidad envejecida, a las mayores, por cuya salud debemos seguir luchando, a las que hemos de transmitirles que no están solas ni abandonadas, sino que la sociedad está con ellas y hará todo lo posible por ellas.
Al cabo de este año, todos y todas estamos cansados, pero las vacunas ya alumbran el porvenir. Sabemos que lo que hemos hecho merece la pena y que hay que sostener el esfuerzo unos meses más. Sí, ha sido el año que no quisiera haber vivido, pero nunca elegimos los días que nos tocan. Una vez que he tenido que enfrentarme a él, he tratado de afrontarlo con convicción, fuerza y esperanza, la esperanza de que al final venceríamos. Porque así será. Y el día de la victoria definitiva se acerca.
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