El cuento de palacio nos lo conocemos, desde aquella maravillosa serie Arriba y abajo. No necesitamos detalles. Nos los sabemos todos. Oprah Winfrey hizo de confesora mediática de Meghan Markle para el mundo. Con su marido al lado, el príncipe Harry, tomándola de la mano, los duques de Sussex, explosionaron una bomba informativa.
El diario The Times decía a los 20 minutos que «las revelaciones son peores de lo que Palacio pudo haber temido». Y lo fueron. Isabel II y la familia Windsor, tan cándidos ellos, tuvieron que paladear acusaciones de racismo, crueldad y manipulación. Sapos que se tragaron con la facilidad histórica que les caracteriza. Tanto la reina Isabel II como su hijo, el eterno heredero, el príncipe Carlos, son expertos en encajar balas trazadoras sin que les cambie el rictus de poder. Los poderosos saben cómo mirar sin verte. Conocen perfectamente la posición de estatuas. Lo tratarán «en privado», han dicho.
Isabel II, cuando en el 95 Lady Di, hizo algo parecido ante las cámaras («en mi matrimonio éramos tres»), se puso de perfil con una frialdad ártica. Los de arriba son así. Meghan es la de abajo, la arribista, la bruja Meghan. Para los Windsor y su entorno palaciego, lo dicho por Meghan solo la define como lo que ellos ya sospecharon desde el primer día.
«Había perdido las ganas de vivir», dijo la madre del pequeño Archie y embarazada ahora de una niña. Dio igual. Una monarquía como la británica solo parpadea cuando duerme. Pueden mirar a un foco con los ojos abiertos durante horas sin pestañear. Imperturbables. Se aprende desde la cuna regia.
La escritora Elizabeth Jane Howard es autora de una maravillosa saga, la de los Cazalet, donde se retrata el carácter inglés a la perfección. A los de la isla, especialmente, a los poderosos, les extirpan el sistema nervioso al nacer. Sus emociones no salen a la luz ni después de un mar de alcohol.
Los Windsor no pierden la pose, para eso fueron a esos colegios donde les enseñan que sentir es una pérdida de tiempo. No sabía la plebeya Meghan que su familia política era un museo. Lady Di no lo soportó. Ella ha puesto un océano por medio. Ojalá tenga suerte. El príncipe Enrique parece humano.
Los Windsor saben que el dinero y la posición hacen que sea entrañable y genial que la centenaria reina madre fuese una aficionada destacada a la ginebra. Con dinero, un fallo es simpático. Casi una cualidad más de un carácter fuerte. Nada como una infiltrada que se sincera para que los veamos como lo que son. Como lo que fueron con Diana de Gales. Culpables de sus vidas taciturnas y ociosas. Con unas existencias muchas veces menguadas y calamitosas.
No nos creamos al margen. Si los bajamos de los pedestales, son (o eran) una familia más. Como cualquier otra familia. Ese odio a la cuñada Catalina de Cambridge, en teoría perfecta, es tan, tan humano. Las familias felices solo existen en Instagram.
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