«Horrible accidente» fue el titular que atrajo la atención sobre un suceso asombroso. La noticia se publicó el 20 de septiembre de 1848 en el Daily Courier y el Daily Journal de Boston. Phineas Gage, competente capataz de 25 años de la compañía Rutland & Burlington, trabajaba en la construcción de una vía férrea en el estado norteamericano de Vermont, preparando la voladura de parte de un escarpe de roca a orillas del río Black, de camino al pueblo de Cavendish. Después de perforar la roca, introducir la pólvora y la mecha y, por un despiste, antes de añadir la preceptiva arena, empezó a retacar el explosivo con una afilada barra de hierro de poco más de un metro de longitud, 2,5 centímetros de diámetro y 5,5 kilogramos de peso.
Al haber olvidado la arena, las chispas producidas por la fricción de la barra con la roca prendieron la pólvora, que explotó. La barra salió disparada del agujero encontrándose en su trayectoria con la cabeza de Phineas, que atravesó sin apenas resistencia. Entró por debajo de la mejilla izquierda, pasó por detrás del ojo izquierdo y salió por la parte superior del cráneo cayendo a 30 metros de distancia cubierta de sangre y fragmentos de seso. La puntada debió ser tan veloz que, probablemente, cauterizó los tejidos a su paso, porque, y aquí viene lo asombroso, Phineas no solo no perdió el conocimiento sino que pudo hablar y andar con relativa normalidad al cabo de pocos minutos. Su cuadrilla lo llevó hasta una carreta de bueyes y con ella hasta un hotel de Cavendish para que fuera atendido por el médico del pueblo, el Dr. Harlow, al que recibió sentado en una silla de la galería del hotel como quien contempla una puesta de sol. No hace falta describir el asombro de los médicos que lo atendieron durante los días siguientes, teniendo en cuenta que le dieron de alta en menos de dos meses.
Este caso abrió una interesante línea de investigación en neurociencia hasta el punto de que el neurólogo Antonio Damasio, que describe con detalle el caso en su libro El error de Descartes, considera que dio inicio al estudio de las diferentes áreas y funciones cerebrales a las que apenas se les prestaba atención ni credibilidad, respectivamente. El interés radica en cómo la destrucción de determinadas áreas cerebrales, en este caso de parte de la corteza prefrontal, afecta a la conducta.
Phineas Gage pasó de ser un profesional competente, inteligente y responsable, admirado por compañeros y jefes, a ser un personaje grotesco y miserable. Aunque su capacidad para moverse, percibir, recordar o hablar no se habían visto afectadas por la pérdida de una parte del cerebro, su conducta social era radicalmente diferente: se había vuelto soez y negligente. Si antes del accidente era admirado por su integridad y sagacidad, después era incapaz de mostrar una conducta ética, de respetar las convenciones sociales, prever las consecuencias de sus actos y, por ello, planificar su futuro con éxito.
Después de viajar por el continente americano, causando asombro y rechazo por igual, Phineas acabó muriendo, tras una sucesión de accesos epilépticos, en casa de su madre, en San Francisco, el 21 de mayo de 1861, con tan solo 38 años.
Un caso que me sirve para establecer una analogía psicosociológica con la convulsa sociedad actual que ilustre, una vez más, el estado de enajenación colectiva que nos pierde. Porque fueron chispas, como la transformación de las reglas económicas o la ruptura del dólar con el oro por Nixon en los 70, las que acabaron provocando el fogonazo del «Consenso de Washington» inspirado por Hayek y Friedman y bendecido Reagan y Thatcher en los 80. Un fogonazo que impulsó violentamente a través del «cerebro social» una barra, no de hierro, sino de doctrina de economía política que, en palabras del economista Dominique Plihon, quiere hacernos creer «que el mayor bienestar de los pueblos pasa por la apertura de fronteras, la liberalización del comercio y de las finanzas, la desregulación y las privatizaciones, la disminución del gasto público y de los impuestos, en beneficio de las actividades privadas, la preeminencia de las inversiones internacionales y de los mercados financieros; en síntesis, la decadencia de lo político y del Estado en beneficio de intereses privados». Algo que el economista liberal y Premio Nobel Maurice Allais calificó de «caos globalista laisser-fairista».
Un horrible accidente que ha lesionado la parte del «cerebro social» que gestiona las relaciones sociales, prevé las consecuencias de nuestros actos económicos y planifica adaptativamente la conducta. Una lesión, en fin, que nos impide tomar en consideración las implicaciones éticas y morales que la economía tiene sobre la convivencia y la supervivencia global a medio y largo plazo, sumiéndonos en una negligencia generadora de incertidumbre y conflictividad. Porque no tiene en cuenta, entre otros factores, la variabilidad en desarrollo moral de los agentes económicos. Por ejemplo, no reconoce que la desregulación, mal llamada «libertad económica» ya que hace cautiva a la mayoría del planeta, favorece principalmente a quien menos escrúpulos tiene; es decir, favorece el abuso por parte de una minoría.
La actual justificación del capitalismo neoliberal, de la competición individual por la acumulación indiscriminada de recursos, será la explicación de la decadencia de las sociedades humanas en el futuro.
Mi condición de psicólogo me lleva a explicar este conflicto, recurrentemente, lo sé, desde mis ámbitos de interés académico: la psicobiología y la neurociencia cognitiva. Así que, para ampliar el marco referencial, en el próximo capítulo aportaré argumentos de disciplinas como la economía, la ciencia política, la física estadística y la filosofía. Ahí es nada.
¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.
Comentarios