Ayer (concretamente hace más de diez años) comenzó una crisis económica con efectos devastadores en muchos sectores. Hoy (pasados ya dos meses de 2021) seguimos inmersos en una crisis sanitaria que nos está obligando a cambiar nuestros modos de vida y que, sumada a la anterior, está causando graves estragos a la población mundial. Mañana (sin que uno sea adivino) la fatiga pandémica provocará consecuencias que afectarán de manera muy notable en la salud mental de las personas. Ante esta voz de alarma que llevan tiempo lanzando psicólogos y psiquiatras debemos poner los medios adecuados para que no se convierta en la próxima crisis social a batir. Por tanto, tenemos y debemos darle a la salud mental la importancia que tiene.
Esta semana Iñigo Errejón se hizo viral por redes sociales tras su intervención en el debate del pasado miércoles en el Congreso (sobre la situación de la pandemia desde que volvió a declararse el Estado de Alarma el pasado mes de noviembre). Los profesionales alertan de un incremento de malestares emocionales (depresión, ansiedad, angustia, estrés y de otros trastornos mentales) cuyo seguimiento y tratamiento no siempre se está realizando de la manera más eficiente posible. En España la proporción de psicólogos y psiquiatras por habitante da un ratio muy inferior en comparación a otros países de la UE, lo que conlleva que la oferta de profesionales disponibles no den abasto ante toda la demanda de población que necesita de su atención.
Sé que es difícil arreglar esto de la noche a la mañana, y sé que bastante se hace con lo que tenemos encima, y sé que también esta crisis sanitaria ha obligado a posponer tratamientos tan necesarios y urgentes como puedan ser los oncológicos, pero creo que es verdad que no podemos mirar para otro lado ante la situación actual de muchísimas personas que pasan momentos muy difíciles porque viven y se sienten solas y poco valoradas, que se encuentran en una situación muy precaria, y que los confinamientos y que las restricciones marcadas por las autoridades sanitarias les impiden (según el momento por los datos epidemiológicos) visitas a sus domicilios.
Con los datos estadísticos disponibles se puede afirmar que el consumo de ansiolíticos (benzodiazepinas) y antidepresivos ha ido a más en un año (por no contar que seguramente se ha incrementado la ingesta de alcohol y de otras drogas). Debemos cambiar la filosofía y poner fin a la estigmatización sobre estas personas. Hay que apoyarlas, y desde la sanidad pública se deben cubrir los puestos laborales necesarios para que reciban una atención adecuada. Si nadie podría entender el que una persona que acude a un centro médico con un esguince se le diera solamente un analgésico para suavizar el dolor por no ser posible colocarle una escayola o vendarle el pie, tampoco se puede suministrar a una persona con ansiedad un medicamento (como pueda ser el Trankimazin) sin ir más allá. Hay que mejorar la atención a estas personas porque sus casos no son cuestiones individuales y particulares, sino que ya adquieren la categoría de lo colectivo, por lo que exige una respuesta global como ocurre con otras patologías. Evitemos su sufrimiento y los finales fatales. España registró en 2019 un total de 3.145 casos de suicidios (el triple que las muertes por accidente de tráfico), lo que exige planes de prevención para evitar que tomen la decisión de acabar con sus vidas.
Hace dos semanas entrevisté en un webinar que organizó la AMSO-PSOE a José Antonio Llosa (doctor en Psicología por la Universidad de Oviedo/Uviéu y miembro del WorkForAll Project, grupo de investigación que analiza el impacto sobre la salud mental de situaciones de precariedad laboral, pobreza y vulnerabilidad). Charlamos durante dos horas sobre la situación de la juventud, que según los estudios es el rango de población que peor está pasando esta actual crisis. Fue un diálogo interesante, donde yo saqué muchas conclusiones. Por ejemplo, es curioso que se tache a los jóvenes como los más irresponsables por asistir a fiestas ilegales (mal hecho, muy mal hecho por esas personas), pero en cambio poco o nada se habla de la inestabilidad y la precariedad laboral, de los problemas para emancipación, de la dificultad de una autonomía económica sin el apoyo familiar, de tener pocas expectativas de mejorar su situación a corto plazo, etcétera.
Todo eso, siendo a priori la generación mejor preparada de la historia, es tremendamente decepcionante si vamos camino de ser una generación perdida, porque no puede ser que cualquier proyecto de vida que quiera hoy empezar un joven sea poco menos que una quimera (lo reconoció así el Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el pasado miércoles en el estrado del Congreso). Cuidemos de nuestros mayores, por supuesto, porque lo dieron todo y se merecen un retiro digno, y cuidemos bien de nuestras madres y padres porque nos han dado todo lo mejor que pudieron por nuestra felicidad. Pero cuidado, porque la salud mental está haciendo mella a marchas forzadas entre la juventud, y si no actuamos a tiempo, los pronósticos que apuntan a que será la próxima pandemia podrían cumplirse.
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