Los independentistas que rechazaron asistir al acto que conmemoró el triunfo de la democracia el 23-F explicaron su objetivo: romper con el régimen del 78. «Eso, eso», habrán exclamado desde el otro mundo Armada y Miláns; «eso es lo que queríamos nosotros». Es uno de los sarcasmos de estos días. El otro es la obsesión por implicar al rey Juan Carlos en la intentona, acusación que se hace desde los sectores republicanos. Como escribió el historiador Juan Francisco Fuentes, también ellos coinciden con los golpistas: la apelación a la obediencia debida no se sabe a quién, pero probablemente al rey, fue su último recurso. Los que decían «todo por el rey» en los cuarteles y en el Congreso con metralletas, también aplaudirán desde el otro mundo que los rojos de ahora suscriben su coartada. Sarcasmos de la vida y de la historia, ya digo.
Bastante más seria es la división en dos Españas que ayer se volvió a ver en el Congreso de los Diputados. En una, la constitucional, encabezada por el rey Felipe VI. Su sobrio discurso ha sido una reivindicación del papel de su ausente padre, cuya firmeza y autoridad desbarataron el golpe de Estado. No es un detalle menor, después de todo lo ocurrido y después de la distancia establecida entre La Zarzuela y Abu Dabi. Pero fue, sobre todo, una declaración de su compromiso con la Constitución española, «hoy más firme que nunca», y la reivindicación del pacto constitucional del 78, justo el que quieren desmontar los independentistas del plante.
La otra España es la que propugna exactamente lo contrario, como anoté al principio de esta crónica. Pocas veces había dicho tan claro y en lugar tan solemne que quiere anular la legalidad vigente. No son muchos los escaños que la representan, aunque se incluya a Podemos, que estuvo en el acto del rey solo por cortesía. Pero son muchos partidos, nada menos que ocho, aunque alguno solo tenga un diputado. Su valor es que representan a una parte de las regiones donde hay base nacionalista. Y su contrasentido es que, al mismo tiempo que quieren romper el orden establecido porque no es una democracia real, colaboran con un Gobierno de la monarquía.
Tienen todo el derecho a hacerlo, igual que tendrían derecho a hacer lo contrario. Pero, dada la contundencia con que hablan, convendría que fuesen preparando una explicación al conjunto de ciudadanos de este país: qué otro régimen proponen en sustitución del de 1978; si es una república, cuál es su modelo, porque puede ser el bolivariano o el francés; cómo resolverían el problema territorial y si piensan en una economía de mercado o en una economía estatalizada. Si diesen el paso de aclarar cuáles son sus modelos en cada aspecto de la gobernación, a lo mejor nos podíamos entender. Si no es así, me temo que mucho pueblo dirá lo del tullido de Lourdes: «Virgencita, que me quede como estoy».
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