Una noche adolescente de 1969 mi familia se congregaba en torno a la televisión en blanco y negro para ver la retransmisión de la llegada del hombre a la Luna. Jesús Hermida ponía prosa a la gesta pero las hormonas atendían más a la noche cálida y femenina de Cambrils. Que tres astronautas llegaran al satélite no era suficiente epopeya para distraer el juego de otras lunas emparejadoras. Conquistar la Luna no era comparable a jugar a conquistar unas trenzas de piel tostada por el sol Mediterráneo.
Cinco décadas después -con las trenzas perdidas en otros cuerpos solares bajo lunas adultas- contemplo la llegada de Persy a Marte y me respondo que, aún habiendo llegado tan lejos, me sigue pareciendo una bagatela comparada con la gesta de conquistar la inmensidad de aquellas primeras trenzas de un verano azul.
¿A qué vamos a Marte? A lo mismo que fuimos a la Luna, a nada, no buscamos nada, ni siquiera marcianos verdes con orejas de trompetilla. Vamos a cumplir nuestro destino de eternos monos jóvenes que solo quieren jugar a llegar más allá, esa es nuestra naturaleza. Antes que Homo sapiens somos -Johan Huizinga dixit- Homo ludens, criaturas que «juegan en la cultura», no de la cultura.
Jugar para el ludens es un fin en sí mismo y el combustible de su esencia. Jugar, explorar, llegar más lejos, más rápido, más alto y más fuerte es nuestro afán. Para nada en especial, simplemente por conseguirlo.
Somos donde no estamos y es esta falta primordial la que nos embarcó en tres barcazas sin destino para descubrir continentes, Eldorados, Shangrilás, fuentes de la vida, unicornios... Probablemente no encontremos nada en Marte, pero al llegar nos hemos encontrado con el sentido de nuestra naturaleza.
Y cada trenza seguirá siendo un planeta por descubrir.
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