Resultan decepcionantes los análisis sobre las elecciones catalanas que se limitan a constatar la obviedad: ganó el independentismo, incluso se ha reforzado -Sánchez fabrica separatistas como Rajoy- y la vida, por lo demás, sigue igual de mal. Dicho lo cual, los sesudos analistas abandonan Cataluña -la campaña ya concluyó- para centrarse en el resacón que experimentan Ciudadanos y PP. Y en sus mudanzas de sede, de dirigentes o de políticas.
Bien sea por pereza intelectual, ya sea porque no les gustan las conclusiones que siguen a la obvia, pocos han reparado en dos cambios sustanciales en el tablero catalán. El primero, que ha ganado la izquierda. Las urnas han configurado un Parlament con dos mayorías posibles. Una mayoría independentista: la representada por Esquerra, Junts y la CUP. Y una mayoría de izquierdas: la representada por el PSC, Esquerra y En Comú. Que esta tiene escasas posibilidades de tocar poder, en una comunidad polarizada por la disyuntiva independencia sí-independencia no, resulta evidente. Evidente en este momento y en este lugar. En la Cataluña de ayer no solo sería posible, sino probable, que se repitiese un tripartito como el presidido por José Montilla. En cualquier otra comunidad, incluidos País Vasco o Galicia, también: Salvador Illa sería presidente. Se impondría la dinámica derecha-izquierda.
Pero la constatación no resta relevancia al hecho de que exista una mayoría alternativa. Una mayoría que seguirá ahí, amenaza para unos y refugio para otros, durante toda la legislatura. Y que apelará constantemente a las dos naturalezas de Esquerra: su alma de izquierdas, en choque permanente con Junts, y su alma independentista, difícilmente conciliable con la izquierda españolista. Que Pere Aragonès, presidente in péctore, quiera evitar que Illa se presente a la investidura, o que flirtee con los comunes, o que amague con gobernar en solitario, prueba hasta qué punto la mera existencia de otra mayoría trastorna para bien la política catalana.
De mayor envergadura me parece el segundo cambio. Los catalanes han declarado vencedores absolutos a los dos partidos -PSC y Esquerra- que apuestan por el diálogo como vía para suturar la fractura social en Cataluña. Quienes demonizaban ese intento o ponían obstáculos para frustrarlo, desde la derecha española hasta la derecha de Torra o Puigdemont, han quedado trasquilados por el doble mensaje de las urnas. El primero, menos grato: la muralla que divide a Cataluña se ha desplazado, tal vez por la elevada abstención, y el voto nacionalista supera la barrera del 50 %. El segundo, positivo: los catalanes de ambos lados se han movido hacia posiciones de mayor moderación. La muralla se ha permeabilizado y quizá el reencuentro sea posible.
Los socialistas necesitan a Esquerra para mantener la estabilidad política en España. Esquerra necesita al PSC para mantener a raya a Junts; y al PSOE, entre otras cosas, para dar salida a los presos. Si de esa necesidad mutua hacen virtud, está por ver. Pero los catalanes, por mayoría en ambos bloques, creen que sí.
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