Trasladar a otro idioma la obra de William Shakespeare siempre es un desafío. Un reto para cualquier artesano de la palabra. Salvador Oliva ha traducido todo Shakespeare al catalán. Lo que viene siendo uno de los trabajos de Hércules de la filología. Pues este profesor y poeta contó un día que en la universidad algunos comenzaron a negarle el saludo. No lo habían pillado llevando sacas de billetes a Andorra, ni montando un chiringuito para sus amigos, ni adjudicando contratos troceados a allegados. El pecado imperdonable eran sus críticas al procés y sus protagonistas. Ya se sabe que esta postura lo convierte, para una parte importante de la parroquia independentista, en un botifler, un traidor a esa causa que debe estar por encima de todo. En estos tiempos, sus planteamientos están por encima de su contribución a la cultura catalana. En las balanzas del patriotismo facilón de escaparate pesan más los golpes en el pecho en forma de tuit o de consigna mitinera que las trayectorias vitales, que los hechos. Cataluña, como cualquier sitio, también es un pañuelo. Hace años Oliva le dio clase de catalán a Carles Puigdemont. Lo suspendió como estudiante. Y lo siguió suspendiendo después como presidente de la Generalitat. El catedrático denuncia constantemente la fractura y el desgarro sufridos detrás del telón de la revolución de las sonrisas. Puigdemont sigue siendo la estrella del rock para no pocos catalanes e incluso un pobre exiliado para Pablo Iglesias. Hace siglos que Shakespeare puso en boca del rey Lear aquella frase que sirve para cualquier día, pero que le va como un guante a este presente nuestro. Al nacer lloramos porque entramos en este vasto manicomio.
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