La venganza de Filomena

Cristina Sánchez-Andrade
Cristina Sánchez-Andrade ALGUIEN BAJO LOS PÁRPADOS

OPINIÓN

María Pedreda

18 ene 2021 . Actualizado a las 09:52 h.

Mi amigo Alberto me regaló esta historia que tiene dos partes. La primera empieza con una cena de Nochevieja, la suya. Él y su chica, Laura, compraron un buey de mar. Al llegar a casa y ponerlo sobre un plato, vieron que los finos bigotitos como hilos descosidos de un jersey, cercanos a los ojos, temblaban ligeramente. También que una de las patas terminadas en pinza comenzó a moverse: para su sorpresa, el bicho estaba vivo. Con aquella boca desdentada y los brazos plegados bajo pecho, como para espantar el frío, parecía una campesina sin nariz: como era hembra, la llamaron Filomena.

Ni Alberto ni su chica se atrevían a matar a Filomena, y la idea de sumergirla en agua hirviendo con una hojita de laurel les obsesionó durante los dos días que estuvo en la cocina. De vez en cuando pasaban por delante y la miraban de soslayo; ella, nada. Un velo opaco le cubría los ojos sin párpados ni pestañas. Por fin, después de echárselo a suertes, le tocó a Laura ejercer de verdugo. Cuando, unas horas antes de la cena, la alzó por la pata para meterla en la olla, le pareció que la mirada de Filomena se había animado: una luz diabólica refulgía en las puntitas de alfiler. Nochevieja sin gente en la Puerta del Sol. Ana Obregón conmovedora y valiente. Las uvas, y esa alegría tonta que a veces nos asalta en medio de la vida. Adiós al 2020 de mierda. Justo dos días después de comerse a Filomena, comenzaron a escuchar la noticia de que venía a España un vendaval con el mismo nombre. A la pareja se le heló la espalda de horrible presentimiento.

Y aquí viene la segunda parte. La chica de Alberto, que es funcionaria en el centro penitenciario de Estremera (municipio de la Comunidad de Madrid, a unos setenta kilómetros del centro), volvía de trabajar junto con dos compañeras cuando empezó a nevar con fuerza y se quedaron atrapadas en la carretera. No les quedó más remedio que dormir en el coche. Por suerte iban bien abrigadas y tenían chocolate, nueces, un poco de carpaccio y agua. Cerca de ellas había más coches, entre ellos el de un chino que, de vez en cuando, salía, golpeaba el cristal con el nudillo y metía la nariz con estalagmitas para preguntar algo que no entendían. Algunos automóviles tuvieron la suerte de quedar bajo un túnel. El de Laura y sus compañeras quedó a la intemperie. Se hizo la noche y nadie vino a auxiliarlas. Ella salía del coche a cada rato para retirar la nieve con las manos y evitar que el tubo de escape se quedara congelado, por lo que no pegó ojo. Alberto, en casa, encendió una velita al santo que evita las desgracias, aunque ni siquiera sabía cuál era.

Al día siguiente, después de que el servicio de Emergencias les confirmara que no irían a por ellas, pues estaban desbordados y tenían que dar prioridad «a los diabéticos, niños y embarazadas», mandaron la localización por WhatsApp a la hermana de una de las compañeras. Junto con el marido de esta, consiguieron venir con mantas, bastones y provisiones. A eso de las cinco de la tarde se echaron a caminar a través del manto de nieve que cubría la autovía. El chino, al que por entonces le habían crecido estalagmitas por el pelo y por la solapa de la chaqueta, se unió a la expedición. Después de hora y media llegaron a la estación de metro de la Gavia. En la puerta se abrazaron y lloraron. Estaban agotadas y casi congeladas. No podía ser de otro modo: la venganza es un plato que se sirve frío.