Se dice muchas veces que los Estados Unidos son una superpotencia en decadencia. Y es posible que sea así. Pero si nos atenemos a la tecnología, y desde el punto de vista de la competencia comercial, de las quince plataformas digitales más importantes del mundo, once son estadounidenses. En la misma línea, los presupuestos del NIH (National Institute of Health), el mayor organismo de investigación del mundo, contrariamente a lo que podría parecer, han aumentado significativamente todos estos años; y el esfuerzo público que se ha puesto en el desarrollo de las vacunas de la covid-19 es de los más elevados del mundo.
Este no es un asunto menor, porque en este momento tan trascendental, el peor para la humanidad desde las guerras de la primera mitad del siglo XX (y ya quedan pocos de los que las vivieron), si algo ha demostrado su utilidad ha sido la asociación de la ciencia con la medicina y la tecnología, simbiosis que ha servido para mantener, humildemente, las espadas en alto hasta el final. De nuestra soberbia creyéndonos superiores, ya hemos hablado bastante en los artículos que hemos publicado.
La revolución tecnológica ha dado un paso de gigante con la digitalización. Conducidos por ella, los macrodatos han impulsado la inteligencia artificial (IA: programas informáticos que producen resultados equivalentes a los obtenidos por la inteligencia humana). La IA designa aquellos productos como «machine learning» (la máquina perfecciona a través de la intervención humana los algoritmos programados) y, lo que es más definitivo, «deep learning» (los algoritmos se perfeccionan según los propios criterios del programa). De modo que las personas se sirven de los sistemas inteligentes para tratar gran cantidad de datos (con una orientación ética) y resolver problemas.
En estas categorías que acabamos de describir cabe de todo con tal de que, más o menos, se cumplan las condiciones mencionadas: hay técnicas para el diagnóstico médico automático por ordenador, misiles inteligentes, técnicas para reconocimiento facial, robots cirujanos y robots industriales para la cadenas de montaje.
En plena guerra fría tecnológica y comercial con China, Estados Unidos está a la cabeza en la carrera mundial de la IA. En China, ese sector supone un alto porcentaje de su I+D, con la particularidad de que el grueso de su producción supone una amenaza para las libertades y los derechos humanos. Como dice Anu Brafford, profesora de la universidad de Columbia, China también suministró tecnología de vigilancia basada en inteligencia artificial a numerosos Gobiernos de tendencia iliberal.
En realidad, ninguno de los dos grandes están preocupados en absoluto por los aspectos que tienen relación con los derechos humanos en este terreno. En Europa estas técnicas no se llevan tanto, aunque su peso se ha incrementado los últimos años, y nos gustaría que su fuerte estuviese precisamente en conseguir que nadie quede desamparado ante los efectos negativos de la tecnología. Pero no podemos olvidar lo que las técnicas digitales han significado en relación con la invasión de la vida privada, tendencia que se ha incrementado durante la pandemia, por lo que hay que insistir en que es necesaria una reglamentación en este sentido, de manera que los avances en la ciencia y en la tecnología se aprovechen para construir un mundo más justo.
Estas últimas décadas han traído un cambio radical en los modos de ser de las cosas y de las personas, que está afectando a muchos ámbitos de la vida en general. A veces se habla de nuestra época y de las anteriores como si fuesen mundos separados entre sí por distancias siderales. No es para tanto, pero los cambios que han tenido lugar son profundos y afectan de manera muy importante a nuestros estilos de vida. Respecto al balance, hay dos aspectos que hablan bien a las claras de las necesidades que se crean con este avance imparable: a) la digitalización genera datos masivos con lo que se requiere un nuevo contrato ético; y b) la automatización afecta de manera crucial a la economía, con lo que se necesita un nuevo contrato social. A su vez, la pandemia ha acelerado muchos de estos procesos, con lo que urgen nuevas regulaciones que protejan los derechos de los ciudadanos y, por supuesto, es necesario que nos dotemos de sindicatos con una importante capacidad de negociación.
Por último, como tantas veces, hay algo que decirle a Europa. La irrupción de China y la llegada de Trump a la Casa Blanca han provocado desorden en la aldea global. Por eso decimos que es la hora de Europa en un orden multilateral. Firmado recientemente, hay que destacar el acuerdo de inversiones UE-China, para avanzar en los estándares laborales y medioambientales, más allá de los comerciales. Organismos internacionales como la UNESCO ya se han puesto a trabajar en un marco normativo que asegure el desarrollo ético de la inteligencia artificial. La UE, como superpotencia regulatoria, ha puesto en marcha recientemente leyes digitales, de servicios y de mercados, para limitar el poder de las llamadas GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple). La Comisión Europea hace tiempo que intenta dibujar un marco ético para la IA y ha decidido reglamentar sus bases de datos imponiendo una normativa nítida de privacidad. Adela Corina, certera, insiste en la necesidad de que la UE sea pionera en ese liderazgo ético del progreso tecnocientífico. Y Máriam Bascuñán en uno de sus artículos sugiere que son excelentes noticias que la UE haya creado un fondo de recuperación y que haya coordinado la compra de vacunas. Pero concluye con la necesidad de que esa merecida autocomplacencia no nos nuble la vista para dejar de ver otras cuestiones que no estamos haciendo tan bien: en efecto, en la inteligencia artificial vamos por detrás. Ojalá que todo lo bien que lo estamos haciendo en Europa, cuando profundizamos en las reglas y en la vigilancia del lado ético de la tecnología, no impida que también nos enfrentemos con éxito a los desafíos de la automatización y el cambio demográfico, y avancemos en una tecnología y una IA al servicio de las personas.
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