Si de algo no podemos sorprendernos después de lo acontecido en los últimos años, y más con el efecto de la pandemia sobre la formación de la opinión pública, es de la enorme capacidad de infiltración del mensaje oficial en la mentalidad individual y el sentir colectivo, aún en sistemas democráticos donde se presume la pluralidad y el espíritu crítico. Cuando a la entrada en la «nueva normalidad» comenzó a caer la lluvia fina de los mensajes de advertencia y luego el aguacero de recriminaciones provenientes de las autoridades mientras escalábamos la segunda ola, la duda razonable sobre la capacidad de encaje de la población se fue disipando hasta recordar una verdad casi universal, redescubierta en nuestro tiempo: la capacidad de asumir la retórica de la culpabilización es directamente proporcional al miedo que nos logran infundir.
Así, no ha sido difícil para muchos determinar que la entrada en un ciclo de incremento de la infección y sus estragos es consecuencia directa del «mal comportamiento» de la población. Un socorrido escudo argumental para quienes están en la complicada posición de toma de decisiones (de hecho, ya se emplea preventivamente ante una hipotética tercera ola), que, de paso, nos retrotrae a algo tan nuestro como el pensamiento inquisitorial y sus deformidades. Porque el espanto a que el proceder del otro nos traiga consecuencias negativas, sea por la expansión de la enfermedad, sea por los «castigos» colectivos infligidos (los impedimentos a la movilidad o la limitación de actividades de todo tipo, incluso las productivas y educativas) espolea el recelo mutuo, la denuncia y la exhibición continua de profesión de fe y cumplimiento (real o impostado, y no digamos en redes sociales) frente al que se tacha de irresponsable, que siempre es el otro, susceptible de ser arrojado a la pira si le pillamos en un desliz.
Sin embargo, esto no va de portarse bien o mal, ni de reimplantar una cultura de culpa que empape y enturbie cualquier relación social y política. Convendría cambiar urgentemente los términos, cargados de moralina maniquea, y sustituirlos por una disyuntiva más práctica y racional, facilitando el cumplimiento de las medidas y adoptando solo las necesarias y por el tiempo imprescindible. Y comenzar a analizar las circunstancias que rodean las decisiones personales antes de tirar la primera piedra o extender la correspondiente sanción. Por ejemplo, un trabajador autónomo que no cumpla a rajatabla una cuarentena como contacto estrecho mientras espera que se le realice una prueba, posiblemente no debería, pongamos, atender ese pedido o realizar esta o aquella gestión; pero quizá concluya que no le quede otra para sobrevivir económicamente y que puede tomar otras precauciones. O una persona joven que lleve semanas sin encontrarse con sus iguales, posiblemente debería seguir haciéndolo por videollamada o en espacio abierto y sin quitarse la mascarilla, pero hay otras fuerzas motrices en las decisiones humanas que no se pueden sofocar indefinidamente. O a un trabajador de una residencia que lleve meses de restricciones autoimpuestas para reducir el riesgo de llevar indeseadamente la infección a su centro de trabajo sólo en abstracto se le puede pedir que siga reduciendo su existencia a un estado monacal permanente. Entenderemos, además, que son innumerables las personas que no pueden llegar a concretar dónde y cómo se contagiaron. Sólo la misma empatía elemental, por otra parte, nos permite seguir escuchando con paciencia infinita la llamada permanente al confinamiento y la represión de quien, por poner un caso popular en nuestra región, lo hace desde el cómodo retiro pensionado en un chalet ajardinado (en Somió, supongo) y no desde una casa sin balcón ni terraza, sin tener que pelear el día a día para ofrecer algo parecido a un futuro a la generación siguiente, que ya vive bajo la amenaza de una pobreza desconocida en décadas.
Es verdad, como se ha dicho con motivo del esperanzador inicio de la campaña de vacunación contra la Covid-19, que la proximidad relativa de un efectivo control de la pandemia anima a seguir observando las medidas dirigidas a evitar la propagación de la enfermedad, a respetar las restricciones para dar alguna seguridad a las personas más vulnerables (algunas de las cuales viven este tiempo con auténtico y patológico pavor) y a soportar, un tiempo más, la inevitable dinámica de limitaciones y los mensajes públicos asociados. Aunque, evidentemente, eso no impide plantear que ciertos aspectos se revisen a medida que las circunstancias lo permitan, como ya sucede en algunos casos; por ejemplo, la necesaria recuperación de la presencialidad completa en las etapas educativas que aún no la tienen, o la flexibilización en lo posible de las restricciones al movimiento y las visitas de los residentes en los establecimientos de personas mayores. Podemos en suma, acceder, como se nos requiere machaconamente, a no bajar la guardia; pero eso no significa que encontremos ninguna perspectiva cool en ello (como se nos quiere presentar ridículamente); ni que aceptemos que los gobernantes asuman posiciones pretendidamente paternales cada vez más alejadas de cualquier atisbo de auctoritas; ni que transijamos con el tramposo círculo vicioso de la culpabilización como sustento de la prohibición, si volvemos en algún momento a una dinámica de incremento de casos y de nuevas medidas restrictivas. Es un suicidio social, y la disolución de la confianza mutua cual azucarillo, culpar de los contagios a la mala conducta cívica cuando, por un lado, el grado de concienciación es elevadísimo entre una ciudadanía sacrificada, harta de recibir regañinas insistentes e innecesarias; y, por otro lado, el grado de inevitabilidad de las oleadas de la pandemia, que podemos contribuir a contener pero no suprimir, invita a evitar el daño innecesario de ser reprochado por algo que se escapa a tu control.
Contagiarse o (el temor más extendido) contagiar a otros, no es un pecado, aunque intentemos y debamos reducir el riesgo en un equilibrio difícil, no como experiencia de comunión espiritual (que es casi lo que nos venden) sino como simple ejercicio racional de protección recíproca. Lo que sí es pecado, político en este caso, es haber admitido como parte del paisaje, durante años, un sistema sanitario que se ha revelado infradotado, haber dejado desprotegidos durante semanas a los profesionales de primera línea, o jugar sin empacho al ensayo/error con nuestras libertades y derechos durante meses.
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