Claro que sí, aún podemos salvar la Navidad

OPINIÓN

Luces de Navidad en Oviedo
Luces de Navidad en Oviedo

21 dic 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Pero no esta, sino la del año que viene. De manera que no haya muchas más ausencias de las que vamos a tener este año, que ya hace mucho que son demasiadas.

En el equipo de Salud Pública con el que colaboro actualmente seguimos debatiendo sobre las razones que llevan a algunas personas a desestimar las recomendaciones, o a incumplir las restricciones en los casos más inconscientes. Hay varias, claro está; y el reduccionismo tabernario no ayuda a identificarlas. 

Al margen de un negacionismo marginal y una insumisión alentada por motivaciones diversas, las conductas de riesgo tienen, al menos, un factor común: la subestimación del riesgo de contagiarse, enfermar y morir por esta causa. Subestimación que se da también respecto a las dos principales causas de muerte en España: las enfermedades cardiovasculares y el cáncer. En España creemos que la probabilidad de morir por una u otra es de alrededor del 26 por ciento cuando, en realidad, la probabilidad es del 58 por ciento. Más del doble.

Así, si tenemos en cuenta que, por otra parte, sobreestimamos en ¡25 veces! la probabilidad de morir por enfermedades de transmisión sexual, no es muy aventurado proponer como condición determinante la gestión de la información, tanto por parte de los emisores (véase medios de comunicación) como de los receptores.

A la subestimación de las probabilidades de enfermar, en el caso que nos ocupa, por covid-19, se suma un sesgo cognitivo: la ilusión de invulnerabilidad. Este sesgo, que sirve de factor compensador frente a la presión, nos lleva a confiar en que no nos va a tocar a nosotros.  Desconocimiento, creencias y prejuicios virales, nunca mejor dicho, que contribuyen a que aceptemos, sin afectarnos en exceso, el hecho de que mueran por este virus en nuestro país 160 personas, de media, cada día desde hace diez meses.

Este deficiente manejo de la información hace que, por ejemplo, tomemos nuestra casa por un lugar seguro, independientemente del número de personas que allí se reúnan; o la vacuna por un tratamiento, pensando que si llegamos a enero sin contagiarnos estaremos salvados. Y no; y no.

Si a todo esto añadimos que la comunicación pública por parte de las autoridades políticas está siendo bastante cuestionable, negligente cuando se opone salud pública y libertad, hay razones para temer un buen oleaje vírico. Cierto es que la conciliación entre salud pública y «salud económica» es extraordinariamente difícil, pues entran en juego consideraciones morales y éticas, entre otras, que empujan a priorizar en uno u otro sentido. Pero se hace inviable cuando añadimos el factor electoral. La necesidad de atraerse la simpatía de potenciales votantes, proponiendo o rechazando, sin aval científico, medidas contra la propagación del virus, nos hace rehenes de un enfrentamiento entre administraciones absolutamente irresponsable.

La comunicación pública es esencial en la gestión de una crisis. Y en esta, a mayor divulgación, menos restricciones habría que imponer. No se ha explicado suficientemente cómo se transmite el virus y la probabilidad que hay de contagiarse en los escenarios más comunes, como para que la gente pueda decidir, bien informada, cómo protegerse.

Llevo semanas dando charlas de prevención en institutos. Le cuento, a un alumnado atento y participativo, que estamos viviendo una situación que no por tediosa deja de ser histórica. Tanto, que se estudiará en los textos de historia del futuro próximo como se estudia ahora la Peste Negra, que diezmó la población de Asia y Europa, o, más recientemente, la pandemia de gripe de 1918, por la que fallecieron entre 50 y 100 millones de personas. Y que, aunque vaya a ser mucho menor que aquellas, el nivel de catástrofe que alcance esta que nos aflige, los millones de personas que conformen la cifra de fallecidos cuando esto termine (y faltan meses, sino años) va a depender, al margen de las cuestiones que escapan a nuestro control personal, de nuestra capacidad de empatizar con el personal sanitario y, sobre todo, de cuánto nos preocupen las personas a las que más queremos. Porque las primeras candidatas a contagiarse si uno se contagia son las personas de las que estamos más cerca más tiempo.

Una alumna me preguntaba si sus abuelos no debían ir a la cena de Nochebuena a su casa. Les expliqué que no es cuestión de regatear, como están haciendo algunos políticos, cuántos comensales podemos acoger en nuestra casa, sino decidir si merece la pena el riesgo de invitar a alguien sabiendo que, fácilmente, podemos estar contagiados y no saberlo por ser pre- o asintomáticos, y que en un espacio cerrado, con poca ventilación, durante horas, incluso con las mascarillas puestas, a más personas, más probabilidades de contagiarse, partiendo de una probabilidad ya preocupante. Es la tormenta perfecta, ya que hablamos de olas.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.