Ya han llegado los primeros catálogos de juguetes a mi casa, lo supe porque vi a un vecino con varios bajo el brazo en el ascensor. Bajé al portal y cogí uno al azar de la pila de ellos que están al lado de los buzones. No sé si los niños de hoy en día ojean y redondean con boli, apretando muy fuerte y dando muchas vueltas, lo que van a pedir a sus Majestades los Reyes Magos de Oriente, pero el niño que yo fui sí que lo hacía, con una devoción cercana a lo sagrado. Recuerdo estar echado en el suelo del salón y pasar mil veces esas hojas, quedarme absorto con esas páginas, viendo los catálogos una y otra vez.
Es curioso como cada año la Navidad llega antes a las tiendas, o más bien la adelantan, la hacen llegar como exitosa estrategia de ventas; y más este año en el que el coronavirus y todas las recomendaciones son que adelantemos las compras y huyamos de las aglomeraciones, mientras inauguran el alumbrado. «Con tantas luces en la calle me asomo a la ventana y esto parece un club», me comentó el otro día el padre de un amigo. La Navidad, que es la quinta estación del año, lo es realmente cuando hay niños en las familias, si no, no deja de ser ese periodo de tiempo donde siempre que brindamos echamos de menos a los que no están. Pero está visto que para nuestros gobernantes es suficiente justificación para que nos apliquen cierta bula, y poder ver a la familia y allegados, y poder alargar el horario del toque de queda; con esto de estar antes de las 22:00 en casa tengo la sensación de que España se ha convertido en un enorme Colegio Mayor Belagua, pero más triste y peor.
Yo soy hijo único, pero nunca fui, ni sigo siendo, de esos de los que pedían y les compraban y los Reyes traían todo. Por un lado recrimino esto a mis padres, abuelos, tíos y demás familia, también, si los hubiese, a los allegados, qué hay mejor que hacer feliz a un niño; por el otro, les doy las gracias. Paso las páginas y veo que los juguetes no han cambiado tanto. Un niño es un niño, y la forma de divertirse y captar su atención no puede ser muy diferente ahora de cuando yo lo fui. Supongo que siguen jugando con coches, esas tardes haciendo carreras por el pasillo; conquistando el fuerte de Playmobil; que las princesas dominarán su reino, o lo que ellas quieran; los peluches poblarán las camas, y las bicicletas, balones y patines seguirán estando entre lo más deseado. Aunque amigos que aún son jóvenes y padres, una conjunción que no sé bien si es maravillosa o atroz, me dicen que cada vez las tablets y videojuegos ocupan más renglones de esas cartas escritas con letra grande y torcida que los pequeños escriben a los Magos; no digo que sea malo, sino diferente.
Lo que persiste, como preludio de ese día feliz que es el 6 de enero, son las familias reunidas para componer la carta con los deseos; y los hijos redactando listas enormes que los padres aligeran con consejos y recomendaciones, porque todo no puede ser. Luego, otro día, quizá una tarde de diciembre de frío y olor a castañas en las calles, todos juntos caminan hasta el buzón real y deslizan esa carta y sus sueños por la ranura.
Qué dicha volver sentir la Navidad como un niño, volver a esa mirada de inocencia, pureza e ilusión, volver a ver a todos los que quieres y ya se fueron.
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