«El reinado isabelino fue un albur de espadas: Espadas de sargentos y espadas de generales. Bazas fulleras de sotas y ases. El Ejército Español jamás ha malogrado ocasión de mostrarse heroico con la turba descalza y pelona que corre tras la charanga. -¡Pegar fuerte, a ver si se enmiendan! ¡No se enmendaban! Ante aquella pertinaz relajación, la gente nea se santigua con susto y aspaviento. Las doctas calvas del moderantismo enrojecen. Los banqueros sacan el oro de sus cajas fuertes para situarlo en la pérfida Albión. La tea revolucionaria atorbellina sus resplandores sobre la católica España. Las utopías socialistas y la pestilencia masónica amenazan convertirla en una roja hoguera. El bandolerismo andaluz llama a sus desafueros rebaja de caudales. El labriego galaico, pleiteante de mala fe, rehúsa el pago de las rentas forales. Astures y vizcaínos de las minas promueven utópicas rebeldías por aumentar sus salarios. Se pegó muy a conciencia. No faltó la ley de fugas, ni se excusaron encarcelamientos regidos de ayuno y maltrato de verdugones, como pide el restablecimiento del orden, frente al desmán popular que rompe faroles y apedrea conventos. Los edictos militares, con sus hipérboles baladronas, se emulaban en aquel retórico escupir por el colmillo. Desde todas las esquinas nacionales lanzaban roncas contra las logias masónicas, que en sus concilios de medianoche habían decretado la revolución incendiaria, el amor libre y el reparto de bienes. Con tales alarmas se asustaba la gente crédula, y las comunidades de monjas rezaban trisagios, esperando la hora de ser violadas. El maligno andaba suelto, sin que pudiese fusilarlo el General Narváez. ¡Y todo lo exigía el restablecimiento del orden!»
Fue inevitable que la lluvia de escritos contra el gobierno con que varios centenares de mandos militares retirados decidieron celebrar el 42 aniversario de la Constitución, y la publicación de un chat de WhatsApp con mensajes de algunos de sus firmantes, me trajesen a las mientes los «Aires nacionales» que Valle Inclán situó al inicio de La corte de los milagros. También aquella frase en que Marx, rectificando a Hegel, afirma que los grandes acontecimientos y personajes aparecen dos veces en la historia, una como tragedia y la otra como farsa. Si algo caracterizó la de España en los siglos XIX y XX fue el pretorianismo, rasgo inequívoco de atraso que, en tal dimensión, solo compartimos en Europa con Portugal y Grecia, aunque se lo transmitimos como triste legado a las antiguas colonias de América; malo será que retorne, incluso como bufonada.
No sobra recordar, de todas formas, que los militares españoles del siglo XIX recurrieron a los pronunciamientos y se dedicaron a la política porque partidos y monarcas fueron incapaces de estabilizar un sistema constitucional y de garantizar que fuese la voluntad de los electores la que decidiese quién debía ejercer las tareas de gobierno. Nunca establecieron una dictadura, ni siquiera Narváez, el que más se acercó, que, aunque conservador y autoritario, fue presidente del gobierno constitucional. Hay que llegar al siglo XX para encontrar en España dictaduras militares. En cualquier caso, el pretorianismo era insano, una anomalía que puso empeño en corregir un conservador inteligente y pragmático, Antonio Cánovas del Castillo, pero que en la pasada centuria, especialmente desde 1936, revivió con una brutalidad que no habrían compartido los militares decimonónicos.
La actual democracia nació entre el ruido de sables de un ejército que era todavía el vencedor de la guerra civil y debió superar un fallido golpe de estado que tuvo mucho de esperpento valleinclanesco, pero que los botarates que lo encabezaron pudieron convertir en tragedia. Su fracaso, las reformas acometidas por el gobierno socialista, la entrada en la UE y el paso del tiempo modernizaron a las fuerzas armadas y las adaptaron a la democracia, aunque parece que no lo suficiente. Desde comienzos del siglo XXI, siempre que gobernó la izquierda han surgido declaraciones, como la del general Mena, ahora de vuelta, o manifiestos amenazadores.
Sería injusto tomar a la parte por el todo, pero en ninguna democracia consolidada los militares, retirados o en activo, pretenden actuar como un grupo de presión, atacan al gobierno y, menos aún, incitan al jefe del estado a que viole la Constitución que ellos juraron defender. Podrían haber aprendido estos salvapatrias de un militar constitucional, el general Mark Milley, cuando se pronunció sobre el intento de Trump de desconocer el resultado de las elecciones presidenciales: «Somos únicos entre los ejércitos. No hemos jurado defender a un rey o a una reina, a un tirano o a un dictador. No hemos jurado defender a un individuo. No hemos jurado defender a un país, a una tribu o a una religión. Hemos jurado defender la Constitución». El ejército de EEUU nunca dio un golpe de estado. Es cierto que el juramento de los militares españoles incluye la obediencia y el respeto al rey, en tanto que jefe de las fuerzas armadas, pero lo que deben «guardar y hacer guardar» es la Constitución; al fin y al cabo, por ella el rey es rey.
No es fácil guardar («tener cuidado de algo o de alguien, vigilarlo y defenderlo») lo que se rechaza o desconoce. Entre los ya centenares de firmantes de cartas y manifiestos hay golpistas condenados y declarados admiradores del general Franco (incluso suscribe el último un nieto suyo, militar de temporada), que mal pueden estar satisfechos con la Constitución, más bien, como Vox y la ultraderecha mediática, la utilizan como pretexto. Otros deben desconocerla, no es extraño, el general Beca, que se considera cristiano, tampoco ha leído el Evangelio.
Las cartas al rey se «olvidan» de que no puede por propia iniciativa destituir al presidente del gobierno, cambiar a los ministros o disolver las Cortes. También de que «El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado», artículo 97 de la Constitución. El mando que el rey, como capitán general, pueda ejercer sobre las fuerzas armadas está sometido a la Constitución y se desempeña por el gobierno. Dirigirse a él en esos términos solo puede entenderse como una incitación a que viole la Constitución o un intento de comprometerlo, para que se lo identifique con una opción política contraria al gobierno y a la mayoría parlamentaria y, así, provocar una crisis constitucional.
En la, por ahora, última declaración conocida, que ya no va dirigida al monarca y cuyos firmantes dicen sentir desagrado por las barbaridades vertidas en el chat, no aparece la definición del ministerio como «socialcomunista», que tanto gusta a la extrema derecha mediática y política, pero se mantiene el desconocimiento de la Constitución y de la esencia de la democracia. El gobierno no puede impedir «algaradas» independentistas, ni peticiones de indulto o ataques a la monarquía constitucional, o sea defensas de la república, porque la Constitución protege las libertades de expresión y manifestación, los tiempos de «pegar fuerte» se han terminado. Con relación a los símbolos, no sé qué harían estos demócratas en EEUU, donde la quema de la bandera se considera amparada por la Constitución; evidentemente, también la de la fotografía del presidente. Asombra que se acuse al ejecutivo de limitar y eliminar «derechos fundamentales de los españoles» ¿Cuáles? Eso es simplemente una mentira porque, si se refieren a las restricciones a la movilidad, que han aplicado todos los países, democráticos o no, para contener la difusión del virus, salvo el Brasil de Bolsonaro y así le va, el estado de alarma es un instrumento constitucional que ha sido adoptado por el parlamento por amplísima mayoría: 194 votos a favor en el Congreso, 53 en contra y 99 abstenciones.
Por lo demás, es perfectamente normal que no les gusten determinadas leyes, aunque varias de las que mencionan ni siquiera existen todavía, pero deben estar tranquilos, si alguna quebranta la Constitución la anulará el Tribunal Constitucional. La Constitución no corre peligro, dota al Estado de instrumentos suficientes, como se comprobó en 2017, y el gobierno ni quiere ni puede transgredirla. Si su gestión disgusta a la mayoría, será sustituido tras las próximas elecciones, eso es la democracia.
Quizá lo peor de estos anacrónicos pronunciamientos de papel es que muestran un malsano estado de ánimo, cultivado por medios de comunicación manipuladores, que no tienen empacho en distorsionar la realidad y emponzoñar la convivencia, y agravado por la irrupción de Vox. No se entienda que pretendo matar al mensajero o coartar su libertad de expresión, la defiendo, como la de Vox a existir o incluso la de la Fundación Francisco Franco, pero criticarlos, o denunciarlos, forma parte de la mía. Hacía mucho tiempo que no se veía tanto interés en distorsionar la realidad, provocar temores infundados y crispación artificial, quizá desde la desaparición de El Alcázar y Fuerza Nueva. Esperemos que el fin de la pandemia, la recuperación de la economía y la vuelta a la normalidad en EEUU contribuyan a que disminuya la influencia de quienes siguen identificando a sus adversarios políticos con el maligno y solo piensan en fusilarlos, aunque ya no tengan a Franco disponible, como en 1868 no disponían de Narváez.
Entristece esta España artificialmente desquiciada, queda el consuelo de que según se conoce la lista de espadones firmantes más difícil parece que los esfuerzos de Vox y Jiménez Losantos logren hacerlos pasar por «constitucionalistas». Termino, como empecé, con don Ramón: «El Caballo de Espadas comenta en plática doctrinal con el rucio de Sancho: ¡El mundo se arregla pegando fuerte».
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