El valor de la libertad

OPINIÓN

Gente haciendo deporte en las inmediaciones de la pista finlandesa, en Oviedo
Gente haciendo deporte en las inmediaciones de la pista finlandesa, en Oviedo

01 dic 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

De todos los debates que se ventilan y emergen en la crisis que vivimos, en sus sucesivas etapas, el que se refiere a la preservación de las libertades civiles en tiempo de medidas restrictivas y control social, y a las facultades que estamos dispuestos a otorgar al Estado para atajar el problema, es probablemente el que, a la larga, definirá el corazón del sistema político resultante de este trance. Es difícil encontrar situaciones que, por su envergadura y afectación general, hayan tensionado de manera tan aguda intereses y derechos, haciendo más compleja que nunca la labor de ponderación y equilibrio. La disyuntiva seguirá en los próximos meses, como poco, mientras la situación sanitaria perdure con este nivel de riesgo, y ya veremos qué ocurrirá con las derivadas socioeconómicas que nos inundan, la pérdida de respaldo a las instituciones y (la terrible novedad de este periodo), el daño a las redes de apoyo mutuo por las dificultades para convivir y compartir espacios en tiempos de distanciamiento.

En un debate de esa complejidad, con soluciones siempre insatisfactorias, podíamos esperar del nacional-populismo, representado principalmente por Vox, que, estando en la oposición y buscando socavar a toda costa la posición del Gobierno de España y, de paso, de los gobiernos de todo signo en los que no participan, y queriendo disputar la hegemonía en el campo de la derecha al PP (Cs ya en proceso de descarrilar), se lanzase a una dinámica de fervorosa patrimonialización de la terminología libertaria. No entendida, para nada, al modo de los viejos librepensadores y alejada, desde luego, de la trayectoria histórica y teórica del anarquismo. Poco que ver, igualmente, con un sentido más robusto sobre la protección de los derechos civiles y políticos, habitualmente maltratados por quienes se entregan a concepciones identitarias como las que laten detrás del nacionalismo, en este caso el de corte españolista. Al fin, nada distinto de la agitación del río revuelto que interesa a fuerzas reaccionarias e iliberales, aunque lo hagan, paradójicamente, apropiándose y distorsionando con saña el léxico liberal, tan groseramente manipulado en España.

Lo preocupante sin embargo, es que, en esa discusión pública, inevitable y que responde a dilemas reales, una parte no pequeña de la izquierda de este país, olvidando su raíz de movimiento resistente en tiempos bárbaros y separándose de su aversión al autoritarismo (proveniente de la propia lucha antifranquista), despache como cuestión secundaria las inquietudes legítimas de quienes alertan sobre el efecto perdurable de las medidas restrictivas de derechos. O incluso rebaje el estatus e importancia de las libertades civiles personales a la categoría de egoísmos individuales (penosa comparación que se ha escuchado textualmente) lo que simplemente revela una insuficiente interiorización de la propia naturaleza y esencia del sistema de derechos y libertades.

Lo cierto, sin embargo, es que llevamos más de ocho meses, y la situación se promete prolongada, bajo una serie continua y acelerada de decisiones y actuaciones coercitivitas y sancionadoras no siempre acertadas para el fin perseguido, no siempre proporcionadas, no siempre adoptadas con las garantías necesarias, no siempre explicadas y no siempre inteligibles por los destinatarios. Decisiones que pueden y deben ser sometidas a escrutinio, porque el fin declarado (proteger la salud pública), por muy compartido, necesario y urgente que sea, no justifica cualquier medio. Decisiones que, además, se combinan con una dación de cuentas permanente, no de los poderes públicos a los ciudadanos, sino viceversa, pues nunca nos encontramos como antes frente a la obligación de explicar y documentar desplazamientos, encuentros o actividades como ocurre ahora, bajo una dinámica de supervisión permanente incómoda y nociva.

A eso se suma una retórica pública molesta, a caballo entre el lenguaje bélico y la culpabilización colectiva, en la que machaconamente se persiste (no otra cosa es buscar anticipadamente reproches ante una hipotética tercera ola) pese al efecto desmoralizador; y que, por cierto, no se compadece con el esfuerzo mayoritario y doloroso de la gran mayoría de la población limitando su actividad y contactos y sufriendo los embates de la crisis. Con los derechos de reunión, libertad deambulatoria y manifestación muy afectados; con la privacidad y la vida familiar supeditadas permanentemente; con las garantías ante la actuación de la Administración materialmente bajo mínimos (mientras los servicios públicos se retraen y se deterioran a velocidad de vértigo); con la vida ciudadana, el músculo cívico y los lazos sociales erosionados; y con la desconfianza hacia los poderes públicos y las personas que los representan (desde los responsables institucionales hasta los agentes encargados del cumplimiento de la ley) en tendencia descendente, hay motivos para la preocupación y para pedir más sensibilidad y comedimiento en la intervención de los poderes públicos sobre nuestra vida. Sobre todo porque de una crisis episódica pasamos a un estado continuado en el tiempo, en el que esta forma de entender las relaciones de poder deja marca y se infiltra en el sustrato de nuestro sistema, convirtiéndolo en otra cosa, distinta y hostil.

La virtud de la izquierda española, y singularmente del PSOE como fuerza a la que durante más tiempo el cuerpo electoral le ha confiado mayorías de gobierno, ha sido, durante años (no sin problemas ni errores, claro), combinar modernización institucional y económica, avance en la solidaridad y justicia social y la construcción de un sistema de libertades, derechos y garantías que se presumía sólido. Durante años, en efecto, se progresó hacia una cultura democrática sostenida en la no dominación, en la promoción de la afirmación individual para la adopción de las propias decisiones, en la debida sujeción del poder público a controles y en dotar a la ciudadanía de medios para hacer valer sus derechos.

Ahora, sin embargo, crece con fuerza entre la propia izquierda un discurso que minusvalora la importancia de las libertades civiles y que reduce el papel de la autonomía personal. Surge para defenderse, por puro impulso reactivo frente a las críticas, en lugar de plantearse, por ejemplo, qué contrapesos establecer para evitar las tendencias al ejercicio abusivo de los poderes excepcionales otorgados a las autoridades, cómo asegurar la limitación y corrección de los efectos más lesivos de las medidas restrictivas, o de qué manera se puede dar participación a la ciudadanía en ese proceso, asegurando el pleno funcionamiento de los mecanismos de ejercicio de los derechos.

Negando o subestimando el efecto que las medidas tienen en derechos civiles y políticos, la izquierda perderá la pugna que se libra, con la idea básica de libertad en juego, por pura incomparecencia en el campo de batalla. Y se dejará el terreno expedito para una involución sustancial si, en un futuro electoral, nos encontramos con fuerzas de corte nacional-populista en posición determinante para la gobernabilidad, como ha sucedido y sucede en no pocos países de nuestro entorno.