Había un sitio en Jerusalén al que solía ir a comer en los años en los que viví allá. Se encontraba cerca de la calle de Jaffa y lo regentaba una familia de judíos argentinos, por lo que la carne era excelente, como cabía esperar. Toda la familia, culminada por no menos de cinco hijos, era como de novela de Alberto Gerchunoff. Pero la característica más sobresaliente de aquel sitio era su devoción por Diego Armando Maradona. Llegaba hasta tal punto que en el televisor del local no solo se mostraban una y otra vez sus partidos grabados, sino que incluso ponían sus declaraciones ante el juez en los múltiples procesos a los que se había enfrentado el astro argentino. Los habituales aplaudían y jaleaban también eso, como si estuviesen en la grada. Luego se empezó a hablar de esa Iglesia maradoniana en la que le rinden culto al futbolista algunos de sus incondicionales, que fechan los años como a. D. (antes de Diego) o d. D. (después de Diego). Pero, desde luego, la barra brava de aquel restaurante de Jerusalén no les iba a la zaga.
Lo recordé el miércoles, cuando supe del fallecimiento de Diego Armando Maradona. Desde entonces, se han ido sucediendo los homenajes: su rostro proyectado en las fachadas de Nápoles, donde su camiseta es aún, tantos años después, la que más se vende pirateada en los nutridos mercadillos partenopeos; su capilla ardiente instalada en la Casa Rosada de Buenos Aires, por la que han desfilado cientos de miles de argentinos; el entrenador del Olympique de Marsella pidiendo a la FIFA que se retire el número diez de todas las camisetas de los equipos del mundo… En los periódicos y las televisiones, los comentaristas luchando durante días por reconciliar las genialidades de Maradona en la cancha con sus despropósitos fuera de ellas. No lo han logrado, porque ni es posible separar en alguien lo que es y lo que hace, ni la vida y la obra de alguien se explican la una sin la otra. De hecho, la vida de todas las personas, sin excepción, no es sino una sucesión de caídas y redenciones, solo que unas más estridentes que otras. Y en todo caso, da igual, porque la muerte convierte toda vida en un enigma que queda sin resolver. Así que, de Maradona, el Amadeus del fútbol, quedará, cuando el tiempo lo difumine, la pierna izquierda, sus motes que eran como advocaciones y sus carreras por el césped verde chillón del VHS de los ochenta. Así es la posteridad: un cuidadoso equilibrio entre la hipérbole y el olvido en el que los tópicos se hacen inmortales.
Quedará, en fin, aquel partido contra Inglaterra en el Mundial de México, porque todo se resume ahí: el tormento y el éxtasis. Primero, el pecado terrible contra el juego que fue el gol de la mano de Dios; pero luego, en el minuto 55, llega la redención en forma de ese otro gol que ha pasado a la historia como el del siglo. Lo he visto cientos de veces, casi tantas como un futbolero de verdad, en aquel restaurante de Jerusalén. A mitad del bife, o ya en el café, se escuchaba de repente la voz inconfundible de Víctor Hugo Morales, que también parecía que iba regateando con sus inflexiones, contando cómo Maradona arranca de su campo, coge el balón a medio campo, se va zafando de cinco ingleses, uno tras otro, hasta que define con la izquierda y convierte el mítico gol. «¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Ta-ta-ta-ta-ta-ta! ¡Goool! ¡Goool! ¡Quiero llorar! ¡Quiero llorar!», gritaba Morales. Y el dueño del restaurante, el viejo Simón, interrumpía lo que fuera que estuviese haciendo en ese momento y se quedaba mirando fijo; porque también él quería llorar.
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