Con Diego iría al fin del mundo. Con Maradona no daría ni un paso. Eso fue lo que le dijo al Pelusa Fernando Signorini, el preparador físico de cabecera del ídolo argentino. Signorini cuenta que la respuesta fue: «Sin Maradona, Diego estaría toda la vida en Villa Fiorito». Así fue su paseo por los cielos verdes y su viaje a los infiernos más oscuros. Otros genios de la pelota guardaron y guardan su clase en la nevera, juegan acorazados con una suerte de indiferencia, como si vieran pasar el fútbol ante sus ojos desde el palco de la ópera. Maradona, sin embargo, era el talento infinito propulsado además por el hambre, la rabia y la picaresca nacidas de la miseria. Pies de bailarín y espalda y hombros de jornalero. Convenció a millones de que en el estadio todavía era posible ganar todas las batallas perdidas. La de los argentinos contra la poderosa Inglaterra. La de los terroni napolitanos frente a los ricos del norte. Por eso trascendía más allá del campo. Luego la vida seguía igual para todos menos para él, pero los derrotados paladeaban su inesperada ración de triunfo. Y todavía la saborean. Otros engordaron números, récords, estadísticas. Él deja el asombro, la sensación, el recuerdo. Imposible encontrar a otro jugador con tal número de altares públicos y semejante colección de demonios personales. Carne de mito desde el saque inicial. No eran los pies lo que precisamente tenía de barro. Difícil que el balón alumbre a un jugador más icónico. Para los futboleros que vengan, queda aquella pintada con la que amaneció el cierre del cementerio de Nápoles cuando el club ganó su primer Scudetto: «No sabéis lo que os habéis perdido». A Diego. Y a Maradona.
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