Tanto los defensores como los detractores de la nueva reforma educativa coincidirán esta vez conmigo. Lo más pernicioso de la ley Celaá es su naturaleza efímera: durará lo que dure la izquierda en el poder. Así lo dicta la experiencia: el sistema educativo experimenta un revolcón cada cinco años por término medio. Mi edad me confiere autoridad para establecer esa cadencia: yo y mis compañeros de pupitre fuimos los últimos mohicanos que estudiamos según la ley de nuestros tatarabuelos, la ley Moyano, 113 años en vigor. La siguiente generación, la de EGB y BUP, ya fue conducida por la Ley General de Educación de Villar Palasí.
Diez años después, ya en democracia, comenzó el baile quinquenal. Y la sopa de siglas, cada una vinculada al ministro del ramo. La LOECE (1980) de Otero Novas, abortada por el Tribunal Constitucional y la victoria socialista de 1982. La LODE de Maravall (1985). La LOGSE de Solana (1990). La LOPEG de Jerónimo Saavedra (1995). La LOCE de Pilar del Castillo (2002). La LOE de Mercedes Cabrera (2006). La LOMCE de Wert (2013). Y la LOMLOE de Celaá (2020). Una de UCD, cinco del PSOE, dos del PP. Todas suscitaron las iras de la oposición. Tal vez la que más, mi favorita, la ley Maravall, que provocó multitudinarias protestas callejeras y elevó en muchos voltios la tensión con la Iglesia.
Esa indigesta sopa de siglas provoca diarrea en el sistema educativo. Porque no hay edificio que resista, sin tambalearse, la continua remoción de sus cimientos. Por esa razón, como probo ciudadano y abuelo preocupado por la futura educación de su nieto, me he devanado los sesos para encontrar la solución óptima. Mi propuesta consiste en que la derecha y la izquierda, de acuerdo con sus respectivos principios e intereses, fijen sus proyectos educativos definitivos. La LED, Ley Educativa de la Derecha, y la LEI, Ley Educativa de la Izquierda. Y que ambos textos compartan una disposición final del siguiente tenor: «Esta ley entrará en vigor al día siguiente de que sus promotores ganen las elecciones».
Constatada la imposibilidad de consensuar un texto, mi propuesta ofrece, en vez del sistema bicéfalo público-privado, dos sistemas educativos en alternacia. La LED, en su período de vigencia, arroparía al colegio privado, restituiría los dineros que se le escatiman al concertado y blindaría el castellano del acoso a que lo someten el catalán y otras lenguas de medio pelo. La LEI, en su turno, protegería la enseñanza pública, recelaría de la concertada, mostraría aversión a la privada y alentaría el instinto depredador de las lenguas «vernáculas». El binomio repartiría alegrías y disgustos por tandas, pero el sistema ganaría estabilidad. Antes o después volvería a regir nuestra ley fetén. ¿Que la LED suprime la asignatura de Educación para la Ciudadanía? No arrojes el libro a la basura: no le sirve ya al hijo mediano, pero le servirá al pequeño. ¿Que la LEI devalúa la Religión? Guarda el catecismo, seguro que la doctrina vuelve por sus fueros troncales. El bisistema, según lo veo, podría superar la longevidad de la ley Moyano.
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