El 17 de diciembre de 2014 se producía una noticia alentadora y largamente esperada. Barack Obama y Raúl Castro anunciaron el inicio de un proceso de normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba. Un acuerdo en el que tuvieron mucho que ver el papa Francisco y el Gobierno de Canadá. En agosto de 2015 Estados Unidos reabría su embajada en la isla y en marzo de 2016 Obama visitó Cuba. Hechos históricos todos ellos.
En la Perla del Caribe se respiraba en ese momento un ambiente de enorme ilusión y alegría, como pude comprobar personalmente, dada mi estrecha colaboración con varias entidades eclesiales cubanas. «Liquidaré el acuerdo», dijo Trump. Dicho y hecho. Y es que Obama y Castro habían recorrido un camino que, por los más diversos motivos, muchos no deseaban que transitaran, que muchos luchaban desde su inicio por entorpecer o finiquitar. Me refiero a odios y resentimientos enquistados, a prebendas amenazadas, a fundamentalismos políticos, todo ello dentro y fuera de la isla; me refiero a los atrincherados, cavernícolas y vociferantes de siempre.
Confío en que la llegada del tándem Biden-Harris a la Casa Blanca suponga retomar el camino en donde quedó interrumpido. La causa de la paz, de la libertad y de la dignidad humana triunfará en Cuba solo tejiendo una urdimbre afectiva, una cultura del encuentro, un desarrollo humano integral. «Con todos y para el bien de todos», dejó dicho hace muchos años José Martí.
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