Toda una generación, yo mismo, estamos educados y formados para no convivir con la tristeza, sí con el dolor y la rabia, pero no con la tristeza, y ahora esto. Enferman nuestros abuelos y padres, unos mueren; nos echan de los trabajos, o precarizan tanto que vivimos para trabajar, porque trabajando no da para vivir. Se prohíbe el ocio: la fraternidad en torno a una mesa, las risas con unas cervezas, los besos con sabor a alcohol. La cultura se limita: no hay cines, ni teatros, ni museos, ni galerías; por esta vez resisten las bibliotecas como último bastión. Limitaciones en la práctica de deporte, que es lo que nos da la vida.
Qué tristeza pasear por Oviedo, con todo cerrado y esa languidez, como de mortuorio, que imprime la luz blanquecina de las farolas. La ciudad despojada de vida, sin sus comercios, sin tiendas, sin bares ni restaurantes; es una ciudad sin alma que se mantiene en pie gracias a las rutinas de sus ciudadanos y a esa máquina que es la burocracia, que no se detiene nunca, y que hace posible que los autobuses lleguen a su hora, que las calles estén limpias, que los guardias regulen el tráfico o que el calendario del Parque San Francisco siempre señale bien el día. Ya lo decía Chaves Nogales de París apunto de ser invadida por los nazis: «Se ha demostrado que es poco menos que imposible paralizar la vida de una gran ciudad (…) Ahora bien, esta organización colosal de la vida moderna, este funcionamiento perfecto e indestructible de sus servicios, esta continuidad inalterable de su actividad que desafía todas las amenazas exteriores y da seguridad y confianza al ciudadano es totalmente ajena e independiente de las funciones superiores del Estado y aun de la vida misma de éste». La ciudad sigue y los ovetenses seguimos su rebufo, tratando de ver la normalidad donde no la hay, tratando de dominar este presente hostil y virulento que nos subyuga.
Al menos nos quedan las bibliotecas y librerías, volver una y otra vez a los libros, porque los libros abrigan y este invierno se avecina gélido. Entrar en las librerías como refugio, como cobijo del cuerpo y del alma, tratando de encontrar resquicios de felicidad que nos permitan combatir esta tristeza coronada y vírica. Todo está en los libros.
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