Si algo distingue la semana política que hoy termina, además de las elecciones americanas, son dos debates que podríamos calificar como falsos o, cuando menos, exagerados. Uno, apasionadísimo, sobre la nueva ley Celaá de Educación, en el punto que trata del idioma utilizado en la enseñanza. PSOE, Podemos y Esquerra pactaron la retirada de la consideración del castellano como vehicular, como figuraba en la ley Wert. El Partido Popular y Ciudadanos, cabreadísimos, anunciaron recurso ante el Tribunal Constitucional. Multitud de analistas pusimos el grito en el cielo. Hubo periódicos y cronistas que entendieron que era el golpe de gracia al idioma oficial del Estado o una cesión intolerable a los independentistas a cambio del vergonzante plato de lentejas del apoyo de Esquerra a los Presupuestos. ¿Qué mercadeo es este?, nos preguntamos algunos en pleno incendio informativo.
Y así, hasta que se hizo público el texto de la enmienda. ¿Y que dice ese texto? Léanlo con atención: las administraciones «garantizarán el derecho de los alumnos y las alumnas a recibir enseñanzas en castellano y en las demás lenguas cooficiales en sus respectivos territorios, de conformidad con la Constitución, los estatutos de autonomía y la normativa aplicable». Constitución, estatutos de autonomía… No veo dónde está el delito, salvo que el PP, además, se sienta herido por la mutilación de su ley. El problema de fondo, pensando en Cataluña, no está en hablar de idioma vehicular. Está en que el Gobierno catalán se pasó por el forro esa consideración y todas las sentencias que obligaban a la enseñanza en castellano, y todo mientras el PP gobernaba. Pero eso no interesa reconocerlo ni recordarlo.
Segundo debate exagerado, el de la creación de una comisión contra la desinformación, cuya orden se publicó el pasado jueves. Hubo periódicos que la consideraron el camino directo a la censura y un intento autoritario de vigilancia y control de los medios informativos. Se desconoce otra realidad: la desinformación a través de noticias falsas y otros métodos de engaño es el gran problema político e internacional de este tiempo. Existen auténticas fábricas de fake news. Está demostrada la injerencia rusa en el referendo del brexit y en las elecciones americanas del 2016. Hay sospechas fundadas de la misma intervención en el procés catalán. Hay potencias que se dedican a deteriorar otros países con las armas de Internet y las redes sociales. ¿Va a permanecer impasible el Estado ante esa nueva forma de guerra? Creo que esa es la cuestión. Lo que ocurre es que se desconfía de las intenciones de un Gobierno cuyo vicepresidente dijo en una ocasión: «A mí dame los telediarios». Y ese simple recuerdo suscita todas las sospechas. Los medios tenemos que revisar nuestra susceptibilidad. Pero el Gobierno necesita analizar urgentemente por qué provoca tanta prevención.
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