Casi al final de la película La trinchera infinita, cuando se ha decretado la amnistía franquista en España y el protagonista -Higinio, el topo, que ha estado escondido en un hueco de la pared de su propia casa durante más de treinta años-, por fin puede salir a la calle, vacila, no quiere. Le embarga una euforia rara, hecha de pereza, angustia, frustración y miedo, que le impele a seguir como estaba: «Tampoco se está tan mal aquí», le dice a su mujer cuando esta le anima a reanudar su vida en el exterior. Lo mismo pasó con otros cientos de españoles que, como Higinio, ventilaron sus vidas entre las sombras, emparedados en sus propias casas o escondidos en los pajares o los viejos molinos en desuso, casi siempre con la sacrificada connivencia de sus mujeres. Lo cuenta Jesús Torbado, en su libro Los topos, o Ronald Fraser, en Escondidos, o el impecable documental animado Treinta años de oscuridad, del director Manuel H. Martín, que sirvió de inspiración a los directores de La trinchera infinita. En lo que coinciden todas estas obras es en dejar planteada la reflexión de si mereció la pena o no vivir de esa manera.
«Tampoco se está mal aquí». Cuando vi La trinchera infinita, a finales de febrero, jamás me imaginé que las palabras de Higinio resonarían en mí un tiempo después, tras haber hecho un confinamiento de tres meses y en medio otro que, aunque algo más light, tiene visos de acabar igual. El «síndrome de la cabaña», lo llaman. Creo que no soy solo yo quien lo vive así, ni que necesariamente se tenga que asociar a la gente huraña o introvertida. Resulta extraño, porque nos movemos entre el anhelo de salir, abrazar, beber una caña con los amigos, reír con ellos, viajar o disfrutar del sol sin la maldita mascarilla y la sorda -y a veces, hasta culpable- sensación de que tampoco estamos tan mal en casa. ¿Será porque la libertad es un concepto interno y no hay jaulas si uno decide que no las haya? Los propios directores, celebrando en estos días que la película acaba de ser seleccionada para los Óscar, confiesan que la historia del autoconfinamiento de su protagonista tiene sorprendentes puntos de conexión con la situación provocada por la pandemia a nivel mundial. «La jaula se ha vuelto pájaro», nos dice Alejandra Pizarnik en un hermoso poema, «y se ha volado/ y mi corazón está loco/ porque aúlla a la muerte/y sonríe detrás del viento/ a mis delirios». Eso: mis delirios.
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