El primer martes después del primer lunes de noviembre del 2016 me acosté con la absoluta seguridad de que, cuando me levantara, Hillary Clinton sería la nueva presidenta de Estados Unidos y la candidatura de Donald Trump habría sido un grotesco mal sueño. Todos los sondeos y la unanimidad de la prensa europea me convencieron de que era imposible que semejante individuo fuera elegido presidente. Cuando desperté, me froté los ojos para creerlo. Hoy estamos en las mismas. Deseo que Trump pierda, pero no me acostaré sin saber el resultado. Mi error entonces fue no entender que los exquisitos analistas europeos, con su insoportable superioridad moral, no votan en Estados Unidos. E ignorar que Hillary Clinton, representante de la machista tradición de la izquierda de empoderar a las parejas de sus políticos, desde Cristina Kirchner a Irene Montero, era buena candidata para Europa, pero pésima para Estados Unidos. Cuatro años después, seguimos igual. Sondeos unánimes, superioridad moral y un candidato como Biden, acaso peor que Clinton, a la defensiva, débil, lleno de tópicos hueros -«seré un aliado de la luz, no de las tinieblas»- y sin un proyecto claro, más allá de ganar estas elecciones por miedo a Trump.
El actual presidente es un irresponsable indefendible que alienta el odio. Pero conviene no quedarse en el personaje, profundizar en los motivos por los que llegó a la presidencia, no limitarse a tachar de estúpidos y zopencos a sus votantes y hacerse algunas preguntas. Esa Europa que mira por encima del hombro debe saber que ese populismo que está en la raíz de las causas y los excesos del trumpismo ya lo tuvimos aquí antes. Y lo seguimos teniendo. ¿Hay que recordar que Berlusconi, con su bunga bunga, gobernó Italia? ¿Que el partido del payaso Beppe Grillo fue el más votado en ese mismo país? ¿Que en el Reino Unido gobierna un botarate como Johnson? ¿Que en Grecia gobernó un comunista anacrónico como Tsipras? ¿Que en España gobierna un partido bolivariano? ¿Acaso no pretende el Gobierno español controlar y someter a la Justicia, como Trump? ¿No gobernó Cataluña un extraterrestre como Puigdemont? ¿No tiene Sánchez una relación tan mala con la verdad como la de Trump, aunque menos burda y por ello más efectiva? ¿Podría un presidente de Estados Unidos imponer el estado de alarma por seis meses sin asistir siquiera al pleno en el que se aprueba esa medida? Ni siquiera Trump podría.
Y, en lo que afecta a resultados, ¿puede una Europa aterrorizada, devastada económicamente e incapaz ante el covid-19 dar lecciones sobre la gestión de la pandemia a EE. UU.? Quedarse en el aforismo sartriano de que el infierno son los otros es una tentación, aunque conviene a veces mirarse al espejo. Yo deseo despertar mañana en un mundo en el que Trump no sea presidente. Pero Europa debería mostrar un poco más de humildad si eso no sucede. Que si hoy gana Biden, los titulares no sean «Triunfa la democracia» y, si gana Trump, «Los norteamericanos se suicidan». La democracia debe ser respetada siempre. Gane quien gane.
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