Hay bares a los que uno acude como a casa y, a veces, todo lo contrario: cuando se quiere escapar de ella. Que actúan como refugio, que dan cobijo al alma y calman la sed. Lugares que pueden explicar la historia de una vida, la de todos sus asiduos. Detrás de la barra de La Paloma, la más famosa de la ciudad de Oviedo, se ven muchas cosas, se escuchan aún mas y se dice ninguna. Primero se fue Ubaldo, luego se jubiló Jose Benavides y ahora le ha tocado el turno a Vicente. Era el último que quedaba en activo de esa generación que me vio crecer al otro lado de la barra, y ahora que se ha retirado mi niñez y parte de mi juventud se han ido con él. Ya nadie me dirá «hola neno» al atravesar la puerta ni me indicará los huecos libres donde ubicarme en esa barra mítica. No me servirá mas vermús, ni Mahous, ni gambas, siempre con esa sonrisa en la cara y un comentario que te alegraba el día. Todo el mundo que pisó alguna vez La Paloma sabe que era un gran profesional, pero Vicente con su trato y su saber estar era algo más: era amigo y familia. Tras más de cuarenta y cinco años de trabajo, bien merecido tiene su descanso, pero que lo merezca y me alegre no significa que no vaya a echarle de menos, yo y otros cientos de clientes. Ya ha pasado a ser eterno, uno de esos seres de leyenda de la hostelería asturiana, que tan felices nos han hecho y nos hacen. Uno de esos camareros que nos gustaría encontrar en cualquier bar, uno de los mejores de esa estirpe que se acaba. Ahora que ha empezado esta nueva etapa de su vida, la del descanso y el disfrute con los suyos, le deseo que sea tan feliz como lo he sido yo tantas veces que él me atendió.
La última vez que me despedí de él lo hice con un «hasta luego», y me gusta que haya sido así, porque espero que nos encontremos, esta vez los dos en el mismo lado de la barra, y darle las gracias. Con su marcha se lleva un pedacito del alma y la idiosincrasia del local, pero en La Paloma siempre estará presente Vicente.
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