Hay una virtud del ser humano: su capacidad de adaptación. Adaptarnos para conquistar Groenlandia o el desierto de Namib, para vivir en soledad o entre un torrente de personas, para trabajar en la profundidad de un pozo minero de antracita o en una altiplanicie boliviana. En medio de un cúmulo de circunstancias, el sapiens trata de adaptarse. 2020, el año del coronavirus que ha cambiado (a peor) nuestras vidas ha significado también un nuevo hito en esa virtud humana y ha puesto a prueba nuestras resistencias y hábitos. La reclusión, el aislamiento, exigencias nuevas de un nuevo tiempo. Un millón de personas han perdido su vida mientras otros muchos más luchan a diario por conservar la suya y la de los demás. Los Premios Princesa de esta edición no han tenido más remedio que remar con la corriente. Postergando en primer lugar los jurados, celebrándolos posteriormente de forma telemática, poniendo en el foco el aprendizaje (otra virtud humana junto a la capacidad de perseverar en el error) en esta era de tragedia. ¿Lecciones? Que el pensamiento científico acunado por los griegos y desarrollado en Europa a partir del siglo XVI es la clave de dovela de nuestra civilización, en la que ya no caben supersticiones ni patrañas. Que el método científico es un patrimonio vital, que debe ser transmitido y multiplicado. Incluso aunque nuestro limitado cerebro no sea capaz de entenderlo.
Pienso por ejemplo en los matemáticos Yves Meyer, Ingrid Daubeches, Terence Tao y Emmanuel Candès, capaces de convertir los números en salvavidas. Es decir , en transformar una fórmula matemática en algo tangible: un escáner más rápido y de calidad superior que evita muertes. Detrás de los avances que casi no percibimos por la velocidad a los que se producen hay alguien que ha aplicado concienzudamente el pensamiento científico. El escáner no ha caído del cielo. Pienso también en Gavi, la alianza por las vacunas, el consorcio con Bill y Melinda Gates al frente que trata de facilitar el acceso contra las enfermedades infecciosas. Luchan también a diario contra la superchería: en las últimas dos décadas ha logrado que la mitad de la población infantil del planeta esté protegido por vacunas. Su labor ha evitado más de 13 millones de muertes.
Y pienso sobre todo en los sanitarios españoles, sometidos a su pesar a un proceso de mutación: de sanitarios a soldados. Su heroísmo kamikaze, como fue descrito por The New York Times, su trabajo en la primera línea de la batalla, muchas veces sin el mínimo material de protección, despreciando su propia salud, su entrega (otra virtud humana) se convirtieron en un símbolo de la pandemia. Aquellos aplausos de los ocho, sinceros, sentidos y emocionados significaban cada día un reconocimiento pero también un reencuentro con uno mismo (seguíamos vivos, seguíamos unidos en la desgracia). La entrega del premio este viernes en Oviedo es una oportunidad para que nos citemos de nuevo para aplaudir: un homenaje a unos trabajadores que han dado mucho más de lo que se les podía exigir. Ahora que vuelven a sonar los tambores de guerra, aplaudamos hasta que ardan las manos, aunque solo sea para alejar el miedo. Quedamos citados para el viernes.
En esta extraña edición de los Premios Princesa habrá también tiempo para escuchar en nuestra cabeza el eco de Morricone y Williams, las bandas sonoras de nuestras vidas, la memoria sentimental de lo que fuimos: chavales que alucinamos hace años con Star Wars o nos emocionamos con Once upon a time in America. También habrá un rincón para la poesía intelectual de Anne Carson, para la fiesta ininterrumpida del libro en Guadalajara o el Festival Hay, con el trilema de Dani Rodrik y su análisis certero sobre la globalización o para disfrutar con la perseverancia deportiva de Carlos Sainz, un ejemplo de talento y resiliencia: de cómo la vida es un cúmulo de sonrisas y lágrimas, de éxitos y fracasos.
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