Libertades civiles en tiempo de pandemia

OPINIÓN

05 oct 2020 . Actualizado a las 22:36 h.

Cuando los diputados del Tercer Estado se reunieron, el 20 de junio de 1789, en la sala del Jeu de Paume, para jurar no disolverse hasta otorgar a Francia una Constitución, convirtiéndose en la Asamblea Nacional que aprobaría el 26 de agosto la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, emblema de los derechos civiles y políticos junto con el Bill of Rights norteamericano de 1791, posiblemente los problemas de salud pública, las epidemias de cólera, los estragos de la viruela, el azote de la tuberculosis o la memoria colectiva del flagelo de las enfermedades no fuesen ajenas al acervo de cada uno de los conjurados. Recordemos que la última oleada en Europa de la más temible de todas las plagas se había producido sólo unas décadas antes, con la Gran Peste de Marsella de 1720. Las nociones salubristas evidentemente no eran las de ahora, ni tampoco la voluntad de otorgar al poder público una función protectora y asistencial sobre la salud física de la población (propio del posterior Estado Social y de la segunda generación de derechos), lo que no quiere decir, en absoluto, que no se adoptasen medidas igualmente draconianas en épocas de crisis sanitarias. El historiador René Baehrel, de hecho, asocia las prácticas de «profilaxis» política del Terror, degeneración de aquella incipiente República, a las crueles medidas preventivas de los periodos de lucha contra las epidemias. Aún con eso, a los revolucionarios franceses y norteamericanos de primera hora, al limitar el alcance de los poderes públicos consagrando los derechos civiles, otorgándoles carácter constitucional y configurándolos como piedra angular del nuevo orden, imprescriptibles y preexistentes al propio régimen político hasta enunciar que «una Sociedad en la que no esté establecida la garantía de los Derechos ni la separación de poderes, carece de Constitución» (artículo 16 de la Declaración), difícilmente se les hubiera pasado por la cabeza que la modulación del ejercicio de las libertades admitiría situaciones de restricción extremas, hasta su propia negación práctica y generalizada, ni siquiera en época de calamidades sanitarias.

La crisis que vivimos desde marzo de este año, única en su género por la agitación emocional, comunicativa y política que la aviva y la acompaña en un mundo interconectado, representa una experiencia inusitada de erosión de derechos civiles que no nos hubiéramos figurado, ni por asomo, cuando comenzó este episodio. Que se privaría con carácter general e indiscriminado a la población de todo el país de la libertad deambulatoria durante semanas (más tiempo que en Wuhan) pese a que la Constitución no contempla la suspensión de derechos fundamentales durante el estado de alarma. Que los colectivos más vulnerables, como niños y ancianos, serían, y en buena medida lo siguen siendo, objeto de las medidas más severas, aunque sea bajo la bandera de la protección (eso en el caso de las residencias, porque con los niños el motor es el recelo, hasta el estigma, a su supuesta y discutida capacidad superior de contagio). Que, ya en la denominada «nueva normalidad», mediante normativa ordinaria, forzando sus límites, o incluso mediante meros actos administrativos, se contemplarían restricciones de aplicación general junto con regímenes sancionadores más duros y con menos garantías que los propios de la denostada legislación de seguridad ciudadana. Que se establecería una suerte de presunción de irresponsabilidad conductual de toda persona, conducente a la imposición obligatoria de la mascarilla en todos los espacios públicos al aire libre, haya o no otras personas en el entorno inmediato. Que todas las actividades tuviesen que ser sometidas a autorización previa, configurando un régimen donde lo no expresamente permitido está prohibido (precisamente al contrario de lo que enuncia el artículo 5 de la Declaración de 1789). Que el ejercicio de atribuciones de autoridad se delegaría en controladores, distanciadores o rastreadores no siempre formados y no siempre bajo la supervisión pública (como hemos visto singularmente en algunas Comunidades Autónomas) Que se establecerían checkpoints para velar por el confinamiento perimetral de barrios o términos municipales. Que, como ha sucedido en las elecciones autonómicas de Galicia y el País Vasco, se denegaría simple y llanamente el ejercicio del derecho al voto a personas en aislamiento o cuarentena, sin buscar alternativas viables. O que se limitaría sobremanera, hasta la completa proscripción, el derecho de reunión entre personas no convivientes fuera del ámbito productivo o académico, como acaba de acordar la Xunta de Galicia para el municipio de Ourense (Orden de 2 de octubre de 2020 de la Consejería de Sanidad, que los tribunales no deberían respaldar en este punto). Nada de esto era imaginable, simplemente.

Puestos, hace unos meses, antes de que empezase este gran desorden (porque no es otra cosa, aunque se imponga la «disciplina social» y se apele a ella), en un escenario de discusión en abstracto o en la tesitura teórica de afrontar una crisis sanitaria grave como es indudablemente ésta, hubiéramos asegurado (también muchos responsables públicos) que nada de eso sucedería, o, al menos, no al mismo nivel o no sin tomar suficientemente en cuenta otras consideraciones elementales, como el criterio de proporcionalidad, la búsqueda de alternativas menos lesivas, el establecimiento de formas efectivas de control legal y democrático de las limitaciones de derechos y la huida de medidas de aplicación indeterminada en el tiempo. En su lugar, casi sin darnos cuenta, arrastrados por el miedo y desbordados por los acontecimientos, tenemos, con la firma sobre todo de las Comunidades Autónomas, una maraña de prohibiciones y sanciones, ininteligible para los destinatarios, de plazo indefinido, aplicada fragmentaria e irregularmente, que apenas se debaten públicamente; que, en ocasiones, guardan relación más con la percepción del riesgo de los dirigentes que con criterios objetivos; que es propia de un régimen excepcional parejo o más gravoso que el de alarma pero no sometido a declaración ni revisión; y que, por si fuera poco, ha sido hasta ahora, en buena medida, ineficaz. Y, sobre todo, asistimos a la proyección continua, con capacidad, si la situación perdura, de trastocar la esencia del sistema (mutación constitucional, que diría Jellinek), del mensaje que legitima a la autoridad pública para llevar a la práctica todo lo que estime necesario, sin sujetarse a nada, ya que lo hace para protegernos de nosotros mismos. La vía más rápida al autoritarismo puro y duro, que no nos quitaremos de encima tan fácilmente.