Durante unas semanas creímos que el covid?19 había arrasado con nuestro mundo. Durante unas semanas nos entró el pánico y nos convertimos en sombras al acecho de cualquier posible vía de contagio. Durante una semanas nos atrincheramos en nuestros hogares acongojados por el bombardeo incesante de información sobre la extensión de la enfermedad, el número de contagiados y, lo que es peor, de defunciones. Durante unas semanas respetamos a rajatabla las restricciones de movimiento agobiados por la imposibilidad de adquirir mascarillas y guantes que sirvieran de barrera de contención.
Y, después, llegaron las fases de «desescalada» durante las cuales fuimos recobrando cierta libertad de movimiento y algunas actividades básicas. Pero, al alivio inicial le siguió el brutal golpe de la realidad: además del nuevo incremento de los contagios y la crisis económica, la pesadilla de miles de familias privadas de trabajo un gran porcentaje de las cuales no ha podido acceder a los subsidios que necesitan por el bloqueo de una administración que funciona con parámetros decimonónicos.
Ocupados y preocupados con nuestras vidas nos olvidamos de que el resto del mundo sigue con las suyas. Y, entre ellos, aquellos a los que la pandemia les trae casi sin cuidado porque la muerte es, en si misma, su objetivo. La suya pero, sobre todo, la nuestra, la de quienes no pensamos como ellos. Y, así, tres semanas después del juicio sobre el atentado a la sede de la revista satírica Charlie Hebdo, unos presuntos terroristas han agredido con armas blancas a dos empleados que se encontraban en la calle fumando. Trabajadores de una cadena que ocupa uno de los pisos de la antigua sede de aquella publicación que tuvieron la mala suerte de encontrarse a tiro de los criminales. Parece que siguen sin aceptar que nuestra libertad de expresión no atenta contra sus creencias ni contra ellos sino contra su radical interpretación de las mismas y que, cuanto más reaccionen más persistiremos.
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