Cuando en una celebre ocasión preguntaron a J. M. Keynes las razones de uno de sus virajes argumentales, respondió: «Cuando las circunstancias cambian, yo cambio de opinión. ¿Y usted que hace?». No parece mal criterio. Sobre todo en estos tiempos en los que tantas cosas están cambiando intensa y rápidamente. La pura inercia en el pensamiento, el mantenerse apegado sin más al diccionario de ideas recibidas, puede, ahora más que nunca, ser el mejor camino hacia el desastre. No es raro, por tanto, que muchos expertos -no todos- hayan adaptado sus conceptos y propuestas a esta especie de sinvivir en que se ha convertido la evolución de la economía internacional.
Esa adaptación supone, en bastantes casos, un cambio radical respecto de lo que se pensaba acerca de las variables y las políticas macroeconómicas hace apenas una docena de años: lo primero, combatir la inflación; reglas estrictas para las cuentas públicas; máximo ajuste a la dinámica de los mercados de capital. Ahora, sin embargo, ¿tendría sentido obsesionarse con la inflación, cuando el problema es más bien la falta de ella? ¿Mantener las reglas fiscales cuando el PIB se derrumba, y en una perspectiva más dilatada aparecen claras amenazas de estancamiento? La crisis financiera y ahora el colapso provocado por la pandemia están forzando una intensa renovación de propuestas acerca de casi todo eso.
Una figura interesante para seguir estos asuntos es la del influyente economista Olivier Blanchard, quien en 2007 escribió un famoso artículo («El estado actual de la macroeconomía»), en el que venía a confirmar la existencia de un amplio consenso sobre un conjunto de ideas y principios -como los mencionados- en torno a los cuales se asentaba la ortodoxia. Pues bien, el propio Blanchard ha encabezado -como economista jefe del FMI- los intentos de repensar todo eso en profundidad, sobre la base de las nuevas realidades. En ese contexto hay dos novedades que sorprenderán a quienes sigan apegados a la vieja ortodoxia. La primera es la antes demonizada monetización del déficit público (usar la máquina de los billetes para alimentar el gasto del Estado); una práctica que ahora recomiendan algunos expertos de primer nivel movidos por un temor al estancamiento. La segunda novedad es la despreocupación creciente por los problemas derivados de la acumulación de deuda. Blanchard, actuando como presidente de la Asociación Norteamericana de Economía, ha planteado que, dado que los tipos de interés serán claramente inferiores a la tasa de crecimiento nominal, los costes fiscales sobre el bienestar general se reducirán extraordinariamente, impulsando la sostenibilidad de la propia deuda. Son afirmaciones que hace no mucho parecían impensables en los círculos de la, digamos, ortodoxia económica, y que ahora expertos, gobernantes o agencias internacionales repiten como si tal cosa. Es una muestra de pragmatismo que cabe saludar con satisfacción: de cara a los graves problemas inmediatos esos nuevos planteamientos serán de mucha ayuda. Pero en todo ello hay también un elemento de peligro: que olvidemos, por ejemplo, que vivimos en un mundo sobresaturado de deuda (pública y privada) y que con una mirada de largo plazo ese olvido puede traer graves problemas y encrucijadas. Ser un lastre para el crecimiento; romper la solidaridad intergeneracional; restringir la libertad de acción de los gobiernos. Heterodoxia sí, pero ojo con sus límites.
Comentarios