
No hace mucho tiempo podíamos ver la cara de la gente, a los amigos abrazarse y, cuando oíamos a alguien toser decíamos ¡Jesús! en vez de salir corriendo. Sé que cuesta recordarlo porque esta extraña realidad se ha instalado en nuestro imaginario social.
Cada vez me resultan más borrosos los recuerdos post pandemia y es que uno se va acostumbrando a todo ? cuestión de supervivencia-. Pero en estos meses de anormalidad o «nueva normalidad» como gustan llamar, por poco observador que uno sea podrá fijarse en la respuesta colectiva que esta sociedad manifiesta. Me refiero sobre todo al rol que nos ha tocado vivir a la mayoría, -el de ser ciudadanos obedientes-.
En contra de mi pronóstico, la sociedad en general fue desde el principio mansa y condescendiente. Creí erróneamente que, en el país de Viriato, Pelayo, el cura Merino y Agustina de Aragón las normas iban a tener serias dificultades a la hora de cumplirse… pero no fue así. Salvo algunos insurrectos, visionarios o chalados de turno, la conducta ciudadana fue y está siendo totalmente disciplinada. Seamos consecuentes y pensemos que, gracias a ello, la situación es ahora mejor.
No obstante, me imaginé que era cuestión de tiempo que surgieran brotes de amotinados por doquier. La situación tenía su lógica a tenor de las innumerables paradojas e incoherencias que sufrimos. Me refiero a despropósitos como: la prohibición del duelo familiar en forma de limitación de aforo a sepelios o funerales, -pese a la masificación en supermercados y transportes públicos-, a la posibilidad de quitarse la mascarilla siempre y cuando uno se siente en una terraza o bien se tumbe en una toalla -como si el virus tuviera especial debilidad por las personas que van a pie-, al ejemplo que dan los locutores de la tele que nos hablan a cara descubierta ? cierto es que el Covid no pasa por la pantalla ¿pero… los que están en el plató?-, o a esa medida de obligar a ciertos establecimientos como peluquerías o gimnasios a registrar a todos los que utilizan el servicio aunque no tengan contacto directo con los anteriores clientes -¿por qué no hacer los mismo en cines, transportes, colegios o tiendas?-. Como ven existen numerosas contradicciones y pese a ello, la sociedad responde de forma disciplinada y ejemplar, incluso me atrevería a decir -dócil-.
Todo ello me hace recordar aquel viejo experimento de Staley Milgram, estoy seguro que se acuerda de él, es aquel en el que se aplicaban corrientes eléctricas a un actor disfrazado de ingenuo voluntario, el verdugo, que en realidad era la víctima de aquel retorcido engaño, administraba descargas obedeciendo las indicaciones de un experto. La conclusión de la prueba era que: pese a todo pronóstico, la totalidad de los sujetos del estudio infligía daños aparentemente serios a su víctima, en ocasiones incluso letales. El cumplimiento de las órdenes era absoluto, los participantes acataban las directrices impuestas, aunque las consecuencias chocaran con su moral. Pues bien he desempolvado de mi memoria esta investigación de los años sesenta porque la mayoría de nosotros, ya sea por credulidad, nihilismo o resignación estamos aceptando con celo las normas, no digo que esto sea malo, al contrario, la respuesta que estamos dando está siendo ejemplar, lo único que me preocupa es que hay muy pocas manos alzadas que pregunten ¿y esto por qué? El sentido crítico parece haber desaparecido y echo en falta algunas insumisiones respecto a temas cuestionables. Como decía Marat «una obediencia ciega supone una ignorancia extrema» y aunque no pretendo hacer apología de la rebeldía, extraño la presencia de brotes de insubordinación, de cierta radicalización que nos obligue a reflexionar sobre el absurdo de este trance que nos ha tocado vivir.