A veces la realidad es incómoda. Una china en el zapato. Un cálculo renal cuyo dolor sordo se extiende desde el costado a las extremidades. Garrapata que aprieta y retuerce. Veneno o miedo. A pain in the neck, dicen los ingleses para describir una situación o persona irritante o molesta. Sí, a veces la realidad es exactamente eso: un grano en el culo. Y no nos gusta porque nos obliga a cambiar nuestros hábitos, a dejar atrás nuestra querida felicidad. El autor Michael Specter define el negacionismo grupal cuando «todo un segmento de la sociedad, a menudo luchando con el trauma del cambio, da la espalda a la realidad en favor de una mentira más confortable». Por eso también contradecimos esa realidad con absurdos argumentos. «Si la tierra fuera redonda, nos caeríamos», decían los incrédulos a Ptolomeo. «En las fotografías tomadas por los astronautas no se ven estrellas porque la Nasa se olvidó de ponerlas mientras rodaba la falsa escena en algún lugar secreto», decían algunos, tras el primer viaje a la luna. «El cambio climático se debe a causas espontáneas, como cambios cíclicos del Sol, de la Tierra, o a la acción de rayos cósmicos», dicen los negacionistas del cambio climático.
Esta sofisticada variante de la técnica del avestruz es la que practican todos aquellos a los que le ha dado por decir que la pandemia es una falacia o una excusa para limitar nuestras libertades individuales. «No al confinamiento. No a las mascarillas. No a las vacunas asesinas. No al nuevo orden mundial», decía una pancarta enarbolada en la manifestación de la Plaza de Colón, del pasado 16 de agosto. Entonces, ¿qué hacemos?, ¿comportarnos como si no ocurriera nada? «Cuando la situación es buena, disfrútala. Cuando la situación es mala, transfórmala. Cuando la situación no puede ser transformada, transfórmate», dijo Viktor Frankl. A lo mejor, inmersos como estamos en el fragor de la batalla, no nos damos cuenta, pero la persona en la que nos estamos convirtiendo ya asoma a la luz.
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