Los niños son más expresivos que los adultos. En el mismo tiempo, los niños gesticulan, cambian distancias, interactúan y gritan muchas más veces que los adultos. Cuando crecemos, nos vamos haciendo más zombis. Las razones son más complejas de lo que procede mencionar aquí, pero nos interesa una de ellas. Los niños y las niñas expresan más que los adultos sus emociones. Exteriorizar emociones es una conducta egocéntrica porque condiciona la conducta de los demás. Una de las cosas que aprendemos (unos mejor que otros) al crecer es que no todo gira en torno a nosotros. Por eso guardamos más nuestras emociones. La convivencia lo exige porque es difícil hacer tareas colectivas o compartir espacios si todos queremos ser el centro de la conducta de los demás. Eso no quiere decir que los adultos no tengamos emociones: nos aburrimos, nos alegramos, nos entristecemos y tenemos miedo como los niños. Pero convertimos las emociones en sentimientos y disociamos los sentimientos de la conducta. Podemos sentirnos aburridos o preocupados sin que se note en nuestra conducta. Y podemos odiar sin que pase nada.
Pero Pablo Iglesias e Irene Montero piensan que sí pasa algo con ese odio que se manifiesta acosando su vivienda cada día. Y muchos creen que sí pasa algo con el odio con el que ciertos taurinos mostraron puños y gritaron insultos casposos a Yolanda Díaz. La primera vez que oí hablar del odio como delito me resultó raro. En principio, es normal que haya odio. No siento como defecto que me resulten odiosas la sentencia de la Manada, las intervenciones de Abascal o en su día un tiro en la nuca de un concejal reivindicado después con jerga de cómic. No pasa nada porque haya odio en la vida pública si lo manifestamos como adultos: sin que se note en la conducta. Sentir odio es una cosa, las conductas de odio son otra cosa.
Nuestras leyes dicen que el odio es un delito en dos casos. Uno es cuando se expresa hacia colectivos ya discriminados o vulnerables. Insultar a los hinchas del Barça no es elegante, pero no les cambia la vida. En cambio, denigrar a personas de raza negra por su raza, a inmigrantes por no ser de aquí, o a mujeres por ser mujeres sí acentúa la discriminación que ya afecta a esos grupos. Por supuesto, esto provoca sus debates. Vox dice que los inmigrantes son unos privilegiados que devoran nuestros recursos y los obispos que la igualdad de la mujer es ideología de género. No tengo la sensación de que Podemos y simpatizantes sean un grupo vulnerable y en principio odiarlos es poco edificante, pero no parece delito. Claro que tampoco percibo a la Iglesia y a los católicos como un grupo marginado. Las expresiones irrespetuosas con su credo siguen sin ser elegantes, pero no deberían ser delictivas. Ser escandalizable no es ser vulnerable ni marginado. Las broncas judiciales de Abogados Cristianos y similares son solo matonismo disfrazado de ofensa.
El otro caso en el que el odio es un delito es el caso en el que se manifiesta en conductas agresivas o las estimula. Es el caso en el que ese sentimiento comprensible de odiar no se manifiesta como en las personas adultas, sin notarse en los actos. Aunque Podemos no sea un grupo vulnerable, si el odio se manifiesta en hostigamiento continuado en el domicilio de Iglesias y Montero, o en acoso a Yolanda Díaz con golpes en su coche, el odio sí podría ser un delito. Como en el otro caso, habrá debate. Si los jueces y jueza de la Manada no veían violencia en una violación en grupo, habrá quien piense que estas cosas no son para tanto. Incluso habrá quien crea que llamar puta, cerda y roja a la ministra fue «defenderse».
Los juristas sabrán con más precisión lo que es delito y no lo es según las leyes. Pero, delictivo o no, el odio tiene un papel en la convivencia y en la política que debe escrutarse. Hay en el ambiente más odio del normal. Las cañerías aguantan la presión que aguantan y la vida pública aguanta la sobrecarga de odio que aguanta. Conviene pensar en las reservas de odio que está acumulando nuestro país. El odio no es solo agresividad. Puede haber protestas agresivas o violentas por una situación desfavorable o desesperada o por un desacuerdo abrupto y eso no es odio. El odio no necesita causa. Las conductas de odio no protestan por nada en particular o protestan por pretextos. Se odia a un grupo por su condición, no por algo que haya hecho ese grupo. Quien pega puñetazos al coche de Yolanda Díaz rugiendo que es una roja y una cerda puede que tenga algún problema laboral, pero sobre todo tiene odio y prejuicio. Se puede tener agresividad contra medidas concretas del Gobierno. Pero si el resorte agresivo es que el Gobierno es social ? comunista, apoyado por enemigos de España que pacta con asesinos, ese resorte es solo de odio. La protesta no es defensa de nada, es ataque a la mera existencia de un Gobierno de izquierdas. No se trata de cuándo el odio es delito, sino de cuándo la acumulación de odio, delictivo o no, es una práctica política. La extrema derecha no tiene otro discurso ni método. Un partido clasista, racista, machista y autoritario solo puede apoyarse en el odio y su estrategia consiste en estimularlo. La derecha política y mediática asimiló esa estrategia hasta límites irrespirables. No siempre fue así. El Gobierno de Rajoy fue más radical que el de Aznar. Pero Rajoy no cultivaba el odio. Mentía, obstruía y cizañaba como todos, pero no recargaba el país de odio. Aznar sí. Las protestas contra Rajoy llegaron a ser agresivas y descontroladas, pero protestar por lo que te quitan no es odio, incluso si hay delito en la protesta. Las manifestaciones ante la casa de Iglesias y Montero no piden nada, son solo aversión y repulsión. Es grave la sensación de que las conductas de odio hacia Podemos están justificadas por cómo son ellos. La reacción a ciertos ataques a esta formación es tibia, como si fuera parte de su naturaleza que estas cosas le pasen. Hablamos de intoxicaciones coordinadas de grupos de comunicación y parte del aparato del Estado, y a veces del judicial, que son percibidas como un contrapunto proporcional a lo que pueda haber de provocativo o faltón en Podemos. Es grave. No son sentimientos sino conductas de odio.
Los ultras tienen algo de soldaditos sin instrucción ni hoja de servicios. Su lenguaje roza continuamente la amenaza bravucona. Pueden tener la falsa sensación de que están consiguiendo amedrentar a los enemigos de España. Pero el odio y la mala leche se realimenta más de lo que se nota. Se nota ahora menos en la izquierda porque está en el Gobierno. Pero eso no quiere decir que la izquierda no tenga la semilla del odio y que no haya un terreno fértil para que crezca y se funda con la protesta social. En 2012 la policía de Madrid actuó con una agresividad que no se veía hace tiempo. Hubo protestas airadas contra esas actuaciones. Cuando esas protestas incluyeron escupir a Cristina Cifuentes y acosarla, ya había odio además de una causa. No es raro que en los conflictos haya un momento en que solo se ve al enemigo y no a la causa del conflicto. La izquierda en este momento no manifiesta su odio en conductas, solo lo siente como las personas adultas. Pero también acumula reservas de ese material. La extrema derecha y la parte asimilada del PP no consiguió derribar al Gobierno en los peores momentos de la epidemia, pero sí recargar las tuberías del país de mala leche. No hay parte y parte. Basta repasar discursos de unos y otros y titulares de una prensa y otra para ver quién está en la estrategia de no confrontar proyectos políticos, sino de cultivar el odio que haga irrelevante la verdad y aceptable el disparate y la agresión. La válvula está en algún punto del PP. Si los agentes sociales y políticos se concentran en lo que importa, que es la gestión de los fondos europeos, sin distraerse en provocaciones, el fracaso e invisibilidad de Casado puede suscitar que se abra esa válvula y vayan quedando Aznar y Vox en el monte. Pero el coronavirus se extiende, hay un grave problema con la Monarquía y, como en Juego de Tronos, se acerca el invierno. Y las cañerías del sistema aguantan la presión que aguantan.
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