
A poco que uno repase las informaciones sobre los brotes de coronavirus en España y las distintas respuestas a estos episodios, apetece asaltar las farmacias en busca de ansiolíticos con que soportarlo (las mascarillas ya las tenemos en el supermercado, en paquetes con la estrella roja acreditativa del concreto origen importado). Hasta el más templado es incapaz de sustraerse a esta espiral, en la que los medios y las redes convierten la pandemia en espectáculo de infotainment, en un encuentro deportivo donde el equipo contrario remonta por instantes y preguntamos por minuto y resultado mientras el final no acaba de llegar, o en un thriller donde se desgranan los pormenores de las personas afectadas por el virus y se escruta con ojo afilado su comportamiento y deambular. El producto es una sociedad a caballo entre el desquicie y la desesperanza, perdido el atisbo de seguridad de hace apenas unas semanas, aunque por lo general la mayoría de los brotes se contengan con éxito, hasta el momento. Asoma una pronta fatiga, que vendrá de la mano de la dura crisis económica y el malestar, porque no hay cuerpo social que aguante el nivel de tensión al que este entorno nos somete.
Sobre esa ola de ansiedad, que evidentemente no es sólo patrimonio nacional (aunque aquí tenga sus rasgos propios) estamos asistiendo a fenómenos nunca apreciados, o, como poco, no con las mismas características e intensidad. La supeditación en la preocupación común de todo problema sanitario, también en el nivel global, mientras viejos conocidos siguen muy presentes cobrándose su peaje (desde la malaria y el SIDA, hasta las enfermedades cardiovasculares y las degenerativas). El olvido de las crisis humanitarias que a casi nadie preocupan, aunque su coste en vidas sea también muy alto. El oportunismo de los regímenes más acentuadamente autoritarios para consolidar su agenda y protagonismo internacional (véase el momento escogido para culminar la reforma constitucional en Rusia o la aprobación de la Ley de Seguridad Nacional para Hong Kong, en plena represión). La renuncia colectiva, también en países de trayectoria democrática como el nuestro, con apenas tímidas resistencias, a libertades y derechos que se consideran (equivocadamente) un estorbo en la consecución de políticas de salud pública. O la entrega incondicional a autoridades de toda índole, incluso locales, de facultades inusitadas, sin soporte legal ni procedimiento reglado (¡hasta adoptadas mediante bando!), para limitar los derechos de las personas, no siempre de manera ponderada.
De entre todos estas preocupantes derivas, dos revelan el rapidísimo deterioro en la concepción y respeto a las libertades y derechos, porque atañen a nuestra conducta cotidiana y nos interpelan individualmente, haciéndonos partícipes del retroceso. Una, el surgimiento de nuevas discriminaciones, precisamente hacia la población más vulnerable o sin capacidad de defensa, incluyendo los propios enfermos, respecto de los que la opinión pública parece encontrar, a las primeras de cambio, disparando antes de preguntar, la más mínima razón para poner en cuestión su proceder, algo sobre lo que los medios de comunicación deberían reflexionar. Véase, en nuestro pequeño microcosmos asturiano, pese a todas las ventajas de nuestra situación, como, con los hasta ahora esporádicos casos se optó, de inicio, por señalar aspectos como la situación de desempleo temporal (mientras presumiblemente se produjo el contagio fuera de la Comunidad, insinuando el reproche) o la procedencia extranjera de los primeros casos, aunque al poco se pudo comprobar el comportamiento plenamente responsable en ambos casos (evitando la relación con terceros, poniéndose en contacto con el sistema sanitario, haciéndose una prueba antes de regresar a España, etc.). Son ciertamente inquietantes, metidos de lleno en el terreno de la crueldad, los llamamientos a cercenar derechos, aislar fuera de toda medida también a los contactos estrechos, avalar el impedimento para el voto (como hemos visto en Galicia y Euskadi, de manera que repele a todo principio democrático), respaldar confinamientos severísimos de edificios, sin cuestionarse si hay alternativas viables menos gravosas o más limitadas en el tiempo. Como si esas restricciones nunca fueran a tocarle a uno, aunque esto tenga una parte de caprichosa lotería, por mucho que uno se proteja. Como si la proporcionalidad y el comedimiento en estas actuaciones que afectan gravemente a la libertad importase un rábano. Como si el exceso de presión no pusiese en riesgo, de manera contraproducente, la revelación a la autoridad sanitaria, por quien presenta síntomas leves o ha estado en contacto con alguien que los tiene, de esta situación.
La otra, la invocación al control social recíproco y el entusiasmo inquisidor con el que no pocas personas se prestan a ello. Durante la etapa más dura del confinamiento tuvimos que sobrellevar a los policías de balcón y a los «educados» acosadores que dejaban sus notas en portales y paredes, de cuyas acometidas fueron víctimas sanitarios o trabajadores esenciales en su regreso a casa, padres o madres que no podían dejar al crío solo en una salida necesaria o que tienen a su cargo a una persona con trastorno autista para el que el paseo rutinario era vital, o niños en su regreso a casa en el filo de la hora permitida de paseo, cuando este al fin se autorizó (tras 42 inolvidables días de encierro total para ellos). Pensamos que la sociedad reflexionaría sobre estas conductas, teóricamente animadas por el bien común pero espoleadas hasta la insania por el fuego del pavor y la inquina, Ahora resulta que se alienta, hasta por las propias autoridades (alguno de por aquí ha utilizado imprudentemente el término «delatores», contemplándolo como medida), el reproche mutuo, a quien supuestamente no sigue una conducta que se considere adecuada, sin importar contexto y circunstancias, lo que afecta a toda clase de situaciones inherentes a la vida, con consecuencias imprevisibles, al llevar el conflicto social a la escala más pequeña. Los macarras de la nueva moral, parafraseando a Serrat, se encuentran en su salsa (y me pregunto si pasan su propio estándar, puestos a la lupa que blanden). Investigados por policías de la virtud aficionados, distanciadores, «vigilantes» de la playa, rastreadores no profesionales, poner un pie en la calle se volverá una experiencia tenebrosa cuando se sigan produciendo brotes y crezca el temor, así que más vale que desde el poder público se tenga cuidado con el manejo de los discursos de culpabilización y miedo. Nada que ver, por cierto, con los llamamientos serenos a la cabal responsabilidad y con las comprobaciones y control puntual que sí debe hacer, cuando esté justificado, personal formado, funcionario o estatutario, conocedor de los límites y protocolos, sujetos a la dación de cuentas característica de todo servidor público y a los que sí hay que tratar de hacer más fácil su labor.
Si introducimos entre las personas el veneno de la desconfianza, la censura y la sospecha permanente, cambiará no sólo el esquema de relación con el poder público, ya acomodado en la desmesura y la falta de control, sino la propia convivencia cotidiana, cuyo deterioro será difícil de recuperar, sentando las bases para una involución de fondo, quizá más duradera que la emergencia sanitaria.
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