Solo les falta jugar con balones de espuma o con pompas de jabón. El extraño fútbol que nos ha traído de vuelta Pandemia es absurdo. No niego que estas líneas estén destiladas en parte por el rencor de ver cómo mi equipo parece un pez fuera del agua, boqueando hacia el abismo. Jugando a nada. Pero es que la mayoría de los partidos semejan entrenamientos o, como mucho, bolos de pretemporada o torneos de verano. Un asfixiante Colombino o un eterno Teresa Herrera. La moviola del Memorial Quinocho o del Ciudad de Vigo. Es un fútbol de escopeta de feria trucada, una competición de mentirijillas para que salven los de siempre, los que mandan y se forran, unos cuantos millones. Está bien que esta parodia orquestada desde los despachos, por lo menos, haya servido para aliviar a la hostelería. La única manera de digerir esta metadona para muy fans es rodeado de amigos en un bar. No hay otra. La charla y las chanzas son más interesantes que la farsa que se ve en la pantalla, en estos encuentros tan vacíos, tan huecos, como el eco que se oye en los estadios sin gente. Es increíble que Pandemia haya arrinconado estas disputas de opereta, en falsete, justo cuando tocaba lo mejor, el desenlace dramático de títulos, campeonatos, ascensos y descensos. Los equipos se lo juegan todo de la forma más ridícula. Con cambios y recambios. Con pausas de hidratación. Con un carrusel de partidos que ya no se sabe ni en qué jornada estamos. Hemos pasado del tan mentado fútbol galáctico a un fútbol marciano. Los entrenadores se desgañitan desde la banda. Unos llevan mascarillas y otros, no. Es como una película sin guion. O como leer en braille sin dedos. O como ver cine búlgaro sin tener ni idea de búlgaro, subtitulado en moldavo, sin tener ni idea de moldavo. El asunto no mejora cuando le meten el ruido virtual de videojuego. Y las presuntas gradas llenas. Tienes la sensación de estar viendo jugar a tu hijo a la Play en vez de a tu equipo cortarse el cuello al final de la temporada. Lo único que se mantiene firme en este fútbol de pacotilla es que los árbitros no aciertan ni con la bola extra del VAR. O aciertan, como siempre, para los mismos. Los dos penaltis de Riazor o las jugadas clave del Madrid en Anoeta son la prueba del carbono 14 de que asistimos a un culebrón de despropósitos, guionizado a gritos por Jorge Javier y Belén Esteban. Que los porteros jueguen con guantes de béisbol, para que sea aún más surrealista este bingo de lentejas.
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